El ancla de la gobernabilidad

<p>El ancla de la gobernabilidad</p>

EDUARDO JORGE PRATS
Hay un sentimiento expandido en toda la nación que nadie puede negar: salvo los políticos tradicionales, todo el mundo está de acuerdo en que nuestro sistema político ha llegado al punto máximo de resistencia de la presión de la clientela. Ni la nómina del Estado soporta mayores adiciones ni el sector privado es capaz de resistir una presión fiscal mucho mayor a la actual. Ante esta situación, ¿qué hacer? A primera vista, parecería que una simple reducción de los empleos públicos podría disminuir el stress presupuestario.

Lo cierto es, sin embargo, que aunque existe una nómina pública supernumeraria, el Estado requiere una reestructuración de su personal dirigida a tener servidores públicos más capacitados y adecuadamente remunerados y en un número suficiente para atender las necesidades de la población en términos de seguridad pública (más y mejores policías y fiscales, por ejemplo) y del Estado Social (más trabajadores sociales y profesores más capacitados y mejor compensados, por ejemplo). Por si esto fuera poco, la Administración de los sectores económicos regulados (electricidad, mercados financieros, etc.) requiere un personal técnico altamente calificado con salarios iguales o mejores a los del sector privado. En otras palabras, no es tan simple como tener menos empleos públicos y reducir los gastos corrientes.

Por otro lado, la política clientelar tiene una clientela. Y esa clientela tiene su causa directa en la pobreza estructural y en el hecho de que no tenemos un Estado Social que tome en serio los derechos fundamentales al acceso a bienes sociales básicos. Ese Estado Social requiere para su existencia reorientar el gasto público hacia la inversión social y, lo que no es menos importante, exige una reestructuración radical de la Administración y de su modo de actuar.

Y he aquí el dato más importante: los economistas tradicionales piensan que basta con la estabilidad macroeconómica y una tasa de crecimiento sostenido para que haya combustible para el desarrollo. Quienes quieren una sociedad más justa, por el contrario, entienden que basta con la reorientación del gasto público hacia la inversión social para que mejoren los índices de equidad social. La realidad es que ninguna de esas dos cosas es cierta.

La verdad monda y lironda es que el desarrollo económico sostenido y la equidad social requieren un nuevo Estado. Un Estado que pueda cumplir cabalmente las funciones tradicionales de seguridad pública y de asegurar los derechos económicos fundamentales en un entorno de seguridad jurídica y certidumbre institucional. Un Estado que, además, pueda asumir las nuevas funciones regulatorias que impone la actividad de los agentes económicos en los sectores liberalizados mediante una burocracia técnica altamente capaz y especializada. Un Estado que enmarque sus actuaciones en la legalidad y en los procedimientos administrativos formalizados y controlados judicialmente por una jurisdicción contenciosa-administrativa que derrame certidumbre en inversionistas nacionales y extranjeros. Un Estado Social que pueda incorporar al trabajo y a la economía formal a millones de dominicanos que hoy no pueden participar en la república de la prosperidad.  El reto dominicano es salir de lo que Francis Fukuyama llama “el agujero negro de la administración pública”. Es decir, necesitamos más Estado y más Derecho. Más Derecho porque “seguramente el Estado de Derecho sea más importante que la privatización”, como bien afirmó Milton Friedman. Más Estado, porque, como expresa Fukuyama, “el Estado de Derecho por sí mismo no basta para alcanzar un gobierno eficaz, pues éste requiere capacidad decisoria”, lo cual implica poner el acento en el poder ejecutivo. Necesitamos, por tanto, “la producción de líderes para burocracia racionales weberianas”.

Lograr esa Administración racional y eficiente, tener un Estado más profesional y menos corrupto, nos pondría realmente en el sendero de abandonar definitivamente nuestro atraso, como lo hizo España en la década de los 50 del siglo pasado. El primer paso para ello es convertir la enseñanza del liderazgo en el núcleo central de la identidad institucional del Estado. La mejor escuela de la institucionalidad es la escuela, como nos enseñaron Hostos y Bosch. Establezcamos de una vez y por todas la Alta Escuela de la Administración Pública que permita crear un sistema de liderazgo que se reproduzca a sí mismo dentro del Estado y sea ancla de la gobernabilidad.

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