Sao Paulo. El 7 de abril de 2018 Luiz Inácio Lula da Silva aterrizó en helicóptero en la sede de la Policía Federal de Curitiba, en el sur de Brasil. Allí, donde cumple una pena a 12 años de prisión por corrupción, ha pasado los últimos 364 días entre libros, cartas y la convicción de que no va a cambiar “su dignidad por la libertad».
Con un traje oscuro y la mirada cansada, el expresidente obrero que gobernó Brasil entre 2003 y 2010 ingresaba hace un año en la cárcel después de pasar 48 horas atrincherado junto a la militancia en el sindicato de los metalúrgicos de Sao Bernardo do Campo, en el estado de Sao Paulo.
Desde una celda especial de 15 metros cuadrados, adaptada especialmente para él, el antiguo líder sindical, de 73 años, ha visto como la justicia vetaba su candidatura para las elecciones presidenciales de octubre de 2018 y como la ultraderecha llegaba al poder de la mano de Jair Bolsonaro, mientras la Justicia continuaba pisándole los talones con una nueva condena por corrupción.
Allí también recibió dos noticias muy dolorosas- a finales de enero falleció a causa de un cáncer su hermano mayor, Genival Inácio da Silva y el pasado 1 de marzo la muerte de su nieto Arthur, de apenas 7 años, por una infección generalizada.
A pesar del cansancio emocional, Lula, cuyas penas suman 25 años de prisión, mantiene la cabeza erguida y conserva la esperanza de probar su inocencia para honrar la memoria de su nieto y de su fallecida esposa Marisa Leticia, según cuentan a Efe desde su círculo más próximo.