El anticuado

El anticuado

POR LEÓN DAVID
Soy, ¿quién lo hubiera creído?, un anacronismo viviente, un espécimen antediluviano que, ¡vaya usted a saber por qué!, logró perdurar hasta los fascinantes albores del tercer milenio. Desalentadora verdad que a nadie se le oculta, ni siquiera a mí mismo

Si desde hace largos años no me hubiera resignado melancólicamente a la idea, el mero espectáculo que día tras día ofrece a mis ojos el nutrido ejército de hombres y mujeres que se aplica, con unánime regocijo y estulticia feroz, a remedar los modales de una vulgaridad inhóspita, bastaría para persuadirme, no sin estupor, que soy un individuo aquejado de la más infamante de las flaquezas: estar pasado de moda.

Enfrentemos a rostro descubierto tan penosa cuestión: soy persona apegada a los rituales de la cortesía, para quien «refinamiento», «distinción», «elegancia», lejos de figurárseme voces decrépitas de una desahuciada retórica, substancian mi programa de vida… En efecto, acaso me equivoque, pero hasta ahora –y no tengo previsto mudar de opinión- me he arrimado a la certidumbre de que no hay cosa que contribuya a poner mayor distancia entre el ser humano y la bestia que la muy aplaudida pero escasamente cultivada «elevación espiritual». Y –desmiéntame el lector si lo juzga prudente- esta última suele por doquier y en toda circunstancia exhibir maneras que están en las antípodas de los usos groseros y bastardos procederes que, en los tiempos que corren, se multiplican con envidiable éxito, a imagen y semejanza de la carcoma.

La más negligente mirada lanzada al desgaire sobre lo que a nuestro derredor sucede será suficiente, sin duda, para comprobar que en punto a hábitos de convivencia, propensiones y gustos, el modelo al que diera la impresión de ajustar su conducta el grueso de nuestros conciudadanos se revela, en el mejor de los casos, trivial e insípido y, en el peor, de una insoportable sordidez.

¿Miento? ¿Exagero? ¿Me dejo embaucar por apariencias delusivas?… Aceptémoslo. Empero, da la casualidad que apenas conecto el televisor, surgen imágenes de ofensiva truculencia, escenas de talante chabacano, historias estúpidas que aspiran a compensar su deprimente falta de creatividad apelando a un realismo mórbido, que muestra hasta el cansancio, con prolija delectación, los más pestilentes albañales del instinto. Quizás pueda señalárseme –mi incompetencia es proverbial- que desconozco el tema sobre el que pretendo discurrir, mas ocurre que abro el periódico y topo con escritos desaseados, plagados de errores de construcción, de barbarismos, de aburridos pleonasmos, de impúdicos lugares comunes, textos que obedecen a una sintaxis elemental cuando no incorrecta, artículos de opinión a menudo redactados en jerga presuntuosa, cuyo contenido oscila entre el alfa del panfleto vociferante y el omega de la soporífera vacuidad.

No me defenderé -¿por qué habría de hacerlo?- de cuantos presuman falso lo que llevo afirmado; pero cuando salgo a la calle y advierto el desenfreno con que la gente, no importa la edad, la clase social o el sexo, se insulta y se atropella, cuando constato que el irrespeto campea por sus fueros, que un reducido léxico de traza deleznable, en el que sobresalen las expresiones irreverentes y los vocablos de soez catadura, ha sido adoptado por las jubilosas mayorías, cuando, para mi desventura, compruebo que la juventud se las apaña a entera satisfacción volviendo las espaldas a los estupores de la inteligencia, a las felicidades del decoro, al hambre de saber; cuando paso revista a lo expresado y a tantos otros ejemplos de similar cariz que silencio para no hacer injuria a la prudencia, me asalta la contumaz sospecha –graves son los indicios que alimentan pareja prevención- de que, refractario a las plebeyas costumbres contemporáneas, cuyo incompleto registro acabo de esbozar, soy, ¿quién lo hubiera creído?, un anacronismo viviente, un espécimen antediluviano que, ¡vaya usted a saber por qué!, logró perdurar hasta los fascinantes albores del tercer milenio. Desalentadora verdad que a nadie se le oculta, ni siquiera a mí mismo… Soy una especie en vías de extinción, anticuado personaje capaz de escandalizarme todavía de que la ordinariez no sólo esté de moda sino que, además, tenga el descaro de adoptar aire risueño y semblante bonachón; criatura extravagante soy, capaz de reaccionar con pasmo y con sonrojo al reparar que la belleza ya no parece cautivar a nadie, que la gracia ha sido desterrada para siempre, que la discreción y la nobleza padecen riguroso ostracismo; capaz de imaginar otrosí (colmo de la utopía) que sujetar el comportamiento a los apetitos de la carne, actuar de manera que los turbios impulsos se enseñoreen de la existencia, fundar esperanzas de dicha en la acumulación de riquezas, el ascenso de rango, el confort, el poder y la fama, lejos de engrandecer deprava; capaz, en fin, de creer que el trino de la encendida rosa o el beso del orto insobornable tornan más llevadera y dulce la existencia.

Pero, aun cuando mis semejantes se empecinen en conducirse de modo tal que ya casi no encuentro nada que me asemeje a ellos, yo seguiré confiando en la virtud de la sana elocuencia, en la dignidad de la palabra, en la utilidad de la hermosura; y convencido de que sin refinamiento no hay posibilidad de redención, y que la finalidad del arte es rescatar el espíritu de manera que, perdidamente enamorado de la belleza, consiga el hombre escapar, en alas de esa pasión, a la condena de las vísceras, y abandone por siempre los oscuros fondos de la estolidez y la ramplonería donde, como el cerdo en el lodo, chapotea, convencido de ello, persistiré, recalcitrante, en mis desmedidos afanes de tinta y de papel, a la husma de un pensamiento erguido, de una frase rotunda y transparente que pueda -estallido de luz- conferir sentido a esta aventura, colectiva aventura, de polvo irrevocable.

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