El aprendiz de brujo

El aprendiz de brujo

Bonaparte Gautreaux Piñeyro

Walt Disney recreó en una película la experiencia de un aprendiz de brujo que, desconocedor de los efectos, de la fuerza y de la extensión de las pócimas que empleaba, vertió en el mejunje que preparaba la gimnasia con la magnesia, el maniobrar con el obrar maní y el resultado fue más allá, mucho más allá de lo que le interesaba, de lo que había sido su intención.
Mientras manejaba la batuta, al compás de la música, el sonido fue in crescendo hasta que se convirtió en insoportable, entonces, el resultado fue un exceso que él no esperaba, en el emplatado creado por el maestro, el agua se desbordó y pese a los esfuerzos inauditos, el aspirante a quiromántico se dedicó a buscar soluciones al desbordamiento en la sabiduría como arúspice lector de vísceras de animales recién sacrificados, apostador de la plaquita (juego consistente en adivinar los últimos dos números de la chapa de los vehículos), en la lectura del humo, en la difícil búsqueda de la piedra filosofal, en el juego a la predicción del tiempo para dentro de un año, pero nada le valió.
El espumarajo que levantaba el agua bullente le impedía ver la realidad. El oropel lo cegaba. Escuchaba aplausos inexistentes mientras continuaba dirigiendo una orquesta que obedecía a las indicaciones del conductor de una orquesta que interpretaba incesante y permanentemente “Bolero”, de Maurice Ravel, que parece monótono hasta que se aguza el oído y se descubre cómo se suman los instrumentos de manera genial para crear una melodía ya inmortal. Borracho de elogios, merecidos o no, pero siempre inoportunos e interesados, escuchaba a sus corifeos convertidos en una burda imitación de coro de las tragedias griegas que nunca tuvo tiempo de leer.
Actuando más por reflejos que por reflexión seguía gesticulando como un gran director de orquesta cuya partitura no se correspondía con los compases que debían ejecutar los músicos, en un divorcio entre la realidad, la necesidad y el desenfreno, nada lo detuvo, el agua subía, la orquesta ya no se escuchaba, el conductor no prestaba atención a las disonancias y entre su partitura y la que debían ejecutar los músicos.
Todo se había convertido en un caos. El agua crecía, mojaba primero sus zapatos, hasta que lo último que se vio fue la punta plateada de la batuta, antes de que el maestro se hundiera para siempre en el desbordado escenario que él no había sabido manejar por incontinencia, por creer que, como le decían sus parciales, era un gobernante único.
Único, sí, porque convirtió la posibilidad, la esperanza y el sueño en una deuda creciente fruto de la improvisación y la falta de responsabilidad al hipotecar el futuro hasta nadie sabe cuándo.
Todo es, allante y movimiento.

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