El arca de la memoria vasca

El arca de la memoria vasca

La señora debe pasar de los ochenta. Viste de negro riguroso y lleva un paraguas también negro que está fuera de cacho en esta época del año. Bueno, hasta cierto punto, porque le sirve para agitarlo a modo de banderín de señales y hacer ver al viajero que debe frenar en seco para recogerla. ¿Cabe otra opción?

Se monta con extraña agilidad en el asiento del copiloto y exhibe un considerable desparpajo tanto al indicar cuál es su destino, que no admite réplica, como al negarse al abrochado del cinturón de seguridad. Desde luego, es difícil pensar que ningún miembro de la Ertzaintza se atreva a multarla por transgredir las normas de tráfico, que son mucho más modernas que las normas de comportamiento que los vascos se dieron a sí mismos en la noche de los tiempos.

La señora se expresa en una inextricable jerga que mezcla de manera, al parecer arbitraria, el castellano y el euskera. El piloto, que no acaba de comprender lo que la mujer le cuenta, se siente obligado a disculparse, «es que soy de fuera». Y ella fija y da esplendor a la frase: «Ah, erdera, de Bilbao».

Pues de Bilbao, ¿qué más da? El diálogo que sigue es irreproducible, y se cierra con una amable oferta de frutos de la huerta al llegar al destino. No es tan fácil rechazarla y hay que salir del coche para cerrar la puerta que deja abierta al marcharse con pasos alegres hacia la casona rodeada de espléndidos frutales. El viajero se alegra de no haberle preguntado por aquello que a todo curioso le provoca el encuentro con alguien con la suficiente edad como para haber vivido el bombardeo del 26 de abril de hace ya 70 años.

Gernika está de lunes, o sea, de mercado. También era día de mercado aquella jornada. Miles de personas compraban y vendían antes de que los bombarderos alemanes e italianos enviados por el jefe de la Legión Cóndor y autorizados por el mando militar franquista arrasaran la ciudad con bombas incendiarias.

No resulta exagerado agarrarse al tópico y decir aquello de que no quedó piedra sobre piedra. Lo volaron, lo quemaron todo. Y dos centenares de personas murieron abrasadas en las calles, en la iglesia o dentro de sus casas. El mortal experimento alcanzaba hasta los sótanos. Muchos centenares más de paisanos quedaron heridos en una matanza que pasó a la historia no por ser la primera que se hacía desde el aire, sino porque se hizo con sistema, de forma ordenada, como deben hacerse las guerras.

Hay que vencer también la tentación de imaginarse los puestos de verduras, de quesos y pimientos, arrasados por las explosiones. Porque no se trata de eso, sino de disfrutar del colorido y los olores de los frutos de unas huertas mimadas para que los compren los asiduos y los forasteros. Para que los compren y los admiren. Si uno es de Bilbao, por ceñirse a la razonable reducción conceptual de la señora del paraguas, tiene que sostener los pimientos en la mano por un momento y lanzar alguna exclamación de placer anunciado después de olerlos, «¡qué ricos!».

Sin esa cortesía, lo mismo se los arrebatan. Porque la venta en el mercado no es sólo una forma de ganarse la vida, sino que es también una parte de la forma de vida. Los orgullosos vendedores saben que están mercadeando un lujo, porque son los pimientos de Gernika sabrosos y que nunca abrasan el paladar, como hacen los traicioneros de Padrón. O el queso de Idiazabal, que se puede degustar, siempre que sea a poquitos, por la cara.

Tan son de allí los que venden que al navarro no le dejan vender sus verduras en el mercado, para que no se confundan. Es de fuera, de Bilbao, pero de los de Bilbao que no son vascos, por mucho que en Navarra resida el cogollo de la cosa. Se queja, pero tiene que conformarse.Eso sí, proclama que sus productos han crecido «con un par de cojones». Y los de casa se lo admiten, cosa que no sucedería si fuera de la parte de Burgos de Bilbao.

Y hay puestos en los que puede probarse el chacolí, que es un jugo extraído de la uva que los de Getaria insisten en llamar vino. No conviene dudarlo, al menos de forma ostensible. ¿Por qué no le dejan al navarro y sí al guipuzcoano? Quizá porque lleva txapela y un chalequito de cuadros que revela que está por la labor de pertenecer al grupo étnico.

Lo cierto es que el paseo por el mercado es enormemente placentero. Y no apetece nada charlar con nadie sobre el bombardeo exterminador. Eso, mejor se queda para un café o una cerveza, lejos de los puestos que montan los de HB para vender boletos de sorteos a favor de los presos. Euskal presoak, euskal herrira. Los presos son suyos, forman parte del pueblo vasco. No entra ninguna gana de disputárselos. En muchas ventanas hay carteles que rezan esa oración, incrustada sobre un mapa de Euskadi en color negro y escrito con una tipografía que alarma, como si la hubiera tallado en madera un aizkolari.

Y el viajero llega al café, y se sienta con un civilizado y culto arquitecto que ha votado a Eusko Alkartasuna. Se llama Kepa, aunque de crío le llamaban Pedro. No hace falta mucho tiempo para quitarle la agresividad con las teorías de los revisionistas, supuestamente compartidas por todos los madrileños, que han llegado a decir que aquello no fue nada, que sólo murieron unas cuantas decenas. Eso no lo comparte nadie sensato. Fue una salvajada científica para probar unas técnicas de guerra y para hundir la moral de resistencia de los vascos, destruyendo el lugar sagrado donde se juraban sus fueros.

Sentadas las bases del acuerdo, que sorprende viniendo de un madrileño, llega lo del cuadro. Se celebran los 25 años de que viniera a España, después de haberse mantenido en Nueva York, apartado del dictador, que lo habría destruido para borrar su infamia. El Gobierno de la República se lo encargó a Pablo Picasso para exponerlo en París y llevarlo luego al Museo del Prado. Luego, el Gobierno socialista de Felipe González, con Javier Solana como ministro de Cultura, lo llevó a Madrid.

Kepa dice que hay que devolverlo a Gernika. Lo dice Kepa y lo dice el Ayuntamiento, de estremecedora mayoría absoluta nacionalista. Piden la devolución.

Y el viajero, que no comparte su ideología pero ha leído algo de historia, se pregunta en voz alta, para no ofender a nadie, cómo se puede devolver algo que nunca ha sido de quien lo pide. Eso es lo de menos. El cuadro tiene que estar en la villa porque allí es donde se plantaron las bombas. Hay un leve resquicio de orgullo en el recuerdo de las bombas alemanas, como si aquello no hubiera sido sólo una canallada, sino de paso una sangrienta medalla. No hay posibilidad de llegar a un acuerdo. Estamos en un impasse, y es verdad que se trata de un argumento ventajista el de la utilización de Durango y sus bombardeos, o Madrid y los suyos, o Barcelona. El bombardeo, bombardeo fue el de Gernika. Así que es mejor dejarlo.

En Gernika se ha instalado el mejor repertorio de la memoria colectiva de los vascos. Tampoco vale la pena entrar con Kepa en la discusión de si la memoria debe ser individual y que todo lo que es conjunto en ese terreno apesta a norma y creencia de obligado cumplimiento, a memoria de Estado. No hay manera de evitar la discusión sobre si el Estado español debe pedir perdón a los vascos por el bombardeo. La Guerra Civil en la memoria colectiva que allí se cuenta fue entre España y el País Vasco. Por eso, los batallones del PNV lo dejaron en Santoña, y abandonaron a su suerte a las demás unidades republicanas que combatían en el frente del Norte, incluidas las vascas de otras tendencias ideológicas. Incluidas, paradójicamente, las de Acción Nacionalista Vasca, una formación que ha vuelto a estar de actualidad tras 70 años de silencio.

En el museo de Euskal Herria puede uno aprender de forma muy didáctica cómo los vascos se fueron haciendo a sí mismos desde que vivían en cuevas y se alimentaban de osos hasta que llegó la revolución industrial y Sabino Arana. Todavía en las cuevas, según los mensajes que el Ayuntamiento proporciona, es posible que los indígenas empezaran a comunicarse ya con los signos verbales del euskera.

El museo está emplazado en el parque de los Pueblos de Europa, donde a los visitantes les reciben dos contundentes esculturas: una, de Eduardo Chillida, que evoca la casa de nuestro padre; otra, de Henry Moore, con la gran figura en un refugio. Metáforas de los dos asuntos que dibujan la ideología oficial de la villa, que dan sentido a la narración de su pasado. Todo en Gernika, como todo en el País Vasco, tiene un aire de solidez que impone. La solidez que da la piedra y la madera tallada.

La Casa de Juntas es de visita obligada, y allí aprende uno que en el siglo XV comenzaron a jurar los reyes castellanos su respeto por los fueros vascos. Entonces se pactó que todos los vizcaínos fueran considerados hijosdalgo. Debajo de un roble que la biología ha obligado a cambiar varias veces, los junteros tomaban las decisiones que afectaban a todos ellos. Un roble que fue cantado por el vate José María Iparaguirre, que compuso en su honor el Gernikako arbola, la canción que más une a los vascos, si se descuenta el himno a sus soldados. El hermoso roble que se puede admirar ahora es un brote del que se dio por muerto de forma oficial en 2004. La letra de Iparaguirre dice que da su sombra bienhechora a los vascohablantes. Los demás, abstenerse.

El frontón es también obligado. La pelota vasca, que es un hermoso espectáculo en el que se da, como en casi todas las actividades que tengan que ver con el país, la apuesta. Porque aquí se juegan el dinero los esquiladores, los leñadores y los propietarios de perros ovejeros. El antropólogo mítico, el cura Barandiaran, no resolvió el misterio de tanta enjundia jugadora, pero es posible, y Kepa no lo niega, que resida algún gen instalado en el hueso que los más puros de la raza tienen en la nuca.

Le llaman colodrillo, y se puede detectar su presencia con una simple pasada de los dedos. Ésa es una de las maneras de identificar a los paisanos auténticos: Bueno, ésa y que jueguen al mus con sólo cuatro reyes y cuatro pitos. Un juego en el que se habla poco, aunque de cuándo en cuándo se suelta alguna sentencia. Si hay un madrileño de Bilbao cerca, alguno de los participantes en la liza se puede dar el lujo de decir con absoluta seriedad eso de que los vascos nunca mienten. Lo que puede llevar al viajero a concluir que, entonces, es que se equivocan con frecuencia.

La villa está situada en un lugar de privilegio, cerca de la ría a la que da nombre, flanqueada por dos puertos llenos de historia y de pasión abertzale, Bermeo y Elantxobe. El viajero no avisado puede toparse, en época festiva, por ejemplo durante la romería de Santa María Magdalena, a finales de julio, con grupos de jóvenes enfundados en vaqueros y camisas de color azul intenso, que recuerdan a los aguerridos falangistas que se reúnen en Madrid el 20 de noviembre. Pero el espejismo dura poco, aunque el susto pueda mantenerse.

Siempre con discreción, amparado en las nuevas matrículas europeas que ya no denuncian la procedencia del turista, se puede tomar un pote acompañado de un pintxo espléndido fingiendo que no ve alguna foto de esas que recuerdan a encarcelados por el régimen fascista español.

La vista desde lo alto del acantilado de Elantxobe compensa el viaje y el silencio. Es un lugar estremecedor por su belleza, grandioso. Un mar bravo, gris y transparente en el que, ahora, comienzan a florecer los bonitos que los arrantzales nos traen a los de Bilbao, esté eso donde esté.

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