El ardid final del trujillismo

El ardid final del trujillismo

FABIO RAFAEL FIALLO
Por los caminos de abril  (36)

A partir de Hegel, célebre pensador alemán del siglo XIX, el concepto de “exacerbación” adquiere en filosofía, bajo denominaciones y discursos diferentes, una importancia capital.

Por exacerbación se entiende el proceso mediante el cual una contradicción o incoherencia determinada alcanza su punto culminante, su momento de crisis irreversible, el grado que hace impostergable resolver y superar la discordancia en cuestión.

Para Marx, por ejemplo, es la exacerbación de los conflictos de clases lo que lleva a la revolución. Nietzsche, por su parte, después de afirmar que la mediocridad impera en este mundo, añade que la exacerbación de la misma provocará, como reacción, el surgimiento de un tipo de individuo dispuesto a afrontar gozoso el reto de la autosuperación. También en psicología el susodicho concepto encuentra aplicabilidad: según Freud, una neurosis debe adquirir cierta gravedad antes de que quien la padece decida someterse a la terapia del psicoanális.

En regla general, puede decirse que el ser humano tiende a enfrentar y superar un problema solamente cuando éste llega a su paroxismo. Con la exacerbación, el status quo cesa de ser viable, y la ruptura o revolución pasa de posible a necesaria.

La exacerbación de un problema constituye, pues, la antesala de su solución.

Es en una coyuntura de esa índole en la que nos encontramos hoy con respecto al trujillismo. Me explico.

A la caída de la tiranía, quedó sin realizarse en nuestro país el indispensable trabajo reparador que le tocaba a la justicia emprender. Las complicidades que hicieron posible el mantenimiento de aquella dictadura (aquí no me refiero ni mucho menos a quienes ofrecieron un apoyo tan sólo de fachada con el fin de sobrevivir) obtuvieron en ese momento decisivo de nuestra historia una bochornosa impunidad, lo que permitió al aparato político-militar legado por el tirano seguir pesando en la vida política de la nación.

La prolongación del trujillismo más allá de la desaparición física de su epónimo creador ha pasado por dos fases diferentes. Al principio, los cómplices de la dictadura se batieron en retaguardia, agazapados detrás del famoso “Borrón y cuenta nueva” que les garantizó el olvido a cambio de apoyo en los comicios de 1962. Aquella consigna preparó el terreno para la fulgurante resurrección política del más eminente vástago de la dictadura, Joaquín Balaguer, quien, convencido tal vez de que saber gobernar es mantenerse en el poder, no descartó la represión, el fraude y la corrupción como medios de alcanzar sus objetivos.

La segunda etapa de la rehabilitación del trujillismo comienza precisamente con la victoria electoral de Balaguer en 1966. A partir de entonces, los personeros de la tiranía no tenían por qué batirse en retaguardia ni escudarse detrás del Profesor. Estaban en condiciones de escoger. Y de hecho escogieron: muchos se agruparon en torno al Doctor, mientras otros se quedaron, reciclados, alrededor del líder cuyo “Borrón y cuenta nueva” los había librado de la sanción judicial.

Presentes en ambos campos, las figuras del antiguo régimen lograron fácilmente preservar e incluso consolidar sus intereses impugnables.

Vemos ahora emerger una tercera fase de la saga que nos ocupa. En el ocaso biológico de su generación, algunos defensores y colaboradores del tirano intentan traspasar la única frontera que queda por franquear, la frontera de la Historia, a fin de obtener para sus adalides Trujillo y Balaguer el juicio aprobador e incluso admirativo de la posteridad.

Con ese objetivo en mente, se empeñan antes que nada en ofrecer, por medio de sofísticas argucias, una imagen banal cuando no abiertamente positiva del régimen que durante treinta y un largos años nos oprimió.

Una vez relegados los horrores de la tiranía más los tres mil muertos de las “fuerzas incontrolables” de los doce años del Doctor al traspatio de la atención pública, se reanuda con la práctica de superlativos, tan utilizada otrora para adular al tirano en el Foro Público, Radio Caribe y La Voz Dominicana.

Ayer “Benefactor de la Patria”, Trujillo recibe hoy encomiásticas apelaciones que implican una vara de medir en la que no tiene cabida la dimensión de la moral. Algunos equiparan Balaguer a Napoleón. Y para que no falten las expresiones de cariño con las que antaño cubrían a la familia del déspota, uno que otro nostálgico deja traslucir una indeleble simpatía por quien es llamado afectuosamente “el pobre Petán”.

Los últimos jinetes del Apocalipsis de la Era no se detienen ahí. Erigiéndose en catones impolutos, se arrogan autoridad para impartir a diestro y siniestro notas de patriotismo y prestancia cívica a los demás (tema éste al que consagraremos un artículo ulterior).

Como punto culminante del proceso, se lanzan hoy propuestas diferentes, aunque no antagónicas, con miras a dejar grabados los símbolos máximos del funesto régimen en algún sitio público y en el panteón de la nación.

Las pretensiones del trujillismo alcanzan de esa forma el nivel crítico de la exacerbación. Ya no se trata de escapar a una justicia terrena o de consolidar un efímero poder, sino de algo más trascendental: instalar personajes execrables en la nave gloriosa del templo de la posteridad.

Tan repugnante es el proyecto, que no son uno ni dos los dominicanos de buena voluntad que han salido a la arena pública para reclamar respeto a nuestros mártires y manifestar enérgicamente su repulsión. Miguel A. Guerrero, Marcos A. Blonda y Carmen Imbert Brugal constituyen dignificantes ejemplos de los numerosos articulistas que han tomado la pluma para hacer frente a los nostálgicos de la Era con acierto y pugnacidad.

Aquellas pretensiones han servido, pues, a despertar las conciencias a la necesidad de cerrarle el paso a la deformación de nuestra historia. Así, por el hecho de llevar sus objetivos al grado extremo, al punto de exacerbación, el último ardid del trujillismo ha creado en sí mismo, a través de una dinámica hegeliana, las condiciones de su destrucción.

Ahora bien, no bastará con denunciar las tentativas de consagración histórica del trujillismo y sus símbolos. Habrá que preguntarse igualmente cómo hemos llegado ahí. Dichas tentativas nunca hubieran en efecto podido ver la luz del día sin que existiese en nuestro país un terreno intelectual fértil y un vacío ético propicio a su eclosión. De lo contrario, nadie se hubiera atrevido a apadrinarlas; sus promotores no son, en realidad, los únicos o verdaderos responsables. Por ello es menester, primero poner al descubierto, y luego superar, el contexto mental en que pudieron germinar. De esto se ocupará justamente el próximo artículo que ofreceremos al lector.

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