El arquitecto, el líder y el capataz

El arquitecto, el líder y el capataz

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Qué cosas han ocurrido dentro de las sociedades de países con «estados fallidos» que nos permitan rastrear el origen – tal vez común – de esa situación anómala o «disfuncional»? ¿En qué errores o descuidos incurrieron los habitantes de esos países con «estados fallidos»? ¿Qué hicieron y qué no hicieron? ¿Fueron pecados de acción o de omisión? ¿Se trata de problemas técnicos, culturales o morales? ¿Es asunto «de gerencia», de estrategia o de conducción política? Se dice que para emprender una obra cualquiera se requiere de un director, de alguien que diseñe previamente un plano, que indique los pasos a seguir hasta erigirla.

Los arquitectos de todos los tiempos han contratado albañiles, ceramistas, canteros, para trabajar en obras cuya estructura completa esos artesanos no conocían. Los hombres de cada oficio asumen solamente la responsabilidad de un pedazo de la construcción. Los directores atienden el conjunto, se ocupan en que las diferentes piezas caigan en su sitio, como si se tratara de un rompecabezas.

Diego de Saavedra Fajardo fue un diplomático murciano del siglo XVII quien escribió notables ensayos históricos y políticos. Entre las obras más conocidas de este hombre de letras figura: Empresas políticas o idea de un príncipe cristiano, que pretende ser un «tratado del arte de gobernar». Lo menciono para destacar que las actividades políticas pueden, con toda propiedad, llamarse empresas. Sin embargo, cuando escuchamos la palabra empresa nos orientamos mentalmente hacia el mundo de los empresarios de negocios. Un programa de creación política es siempre una empresa morrocotuda, la empresa más grande de todas las empresas, pues abarca a la población entera y, a veces, exige un largo tiempo para su maduración o ejecución. Los Padres Fundadores de los Estados Unidos de Norteamérica concibieron reglamentos, instituciones de derecho publico, leyes, procedimientos electorales; muchos otros líderes menores contribuyeron a esta obra y la continuaron, completaron o perfeccionaron. Uno de los arquitectos creadores de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, afirmó enfáticamente: «El precio de la libertad es la eterna vigilancia», frase que hoy esta grabada en el palacio que aloja en Washington a la Suprema Corte de Justicia.

La edificación de un Estado es una tarea ciclópea que reclama de los dirigentes políticos grandes sacrificios, dedicación y asiduidad. Solamente caracteres fuertes y mentes poderosas logran buen éxito en esta clase de empresas colectivas. Parece que para alcanzar el triunfo en ese campo tan difícil las virtudes más importantes no son el valor y la astucia, como siempre se ha dicho. Una estricta disciplina quizás sea la mejor aliada de un político entregado a «esculpir» el perfil de un estado eficiente. Para un hombre de Estado es imprescindible contar con capataces enérgicos que hagan trabajar a las gentes, que las inciten a cumplir con el deber de realizar una «obra bien hecha». Los cuerpos militares necesitan de oficiales que impongan reglas inflexibles para cierto tipo de operaciones delicadas. Cuentan de un sargento que trataba con mucha dureza a la tropa bajo su mando y la exhortaba de este modo: «Les advierto que cuando yo muera, todo quedara pendiente; pero mientras esté vivo y al frente de esta gusanera, tendrán que mantener las cosas al día en el cuartel. Con solo dejar los objetos en el mismo lugar donde se encuentran, es seguro que el polvo los enterrará o serán destruidos por la humedad. Polvo y humedad son suficientes para la corrupción de cuanto nos rodea. Y con las personas ocurre lo mismo: usted y yo –decía señalando a un recluta– no podemos quedarnos ahí, como un par de zapatos olvidados. Si nos dejamos ganar por la pereza, en poco tiempo seremos dos guiñapos».

Creo que entre los problemas mas severos que confrontan los pueblos con «estados fallidos», está el de que han renunciado a obrar… porque no tienen confianza en ellos mismos, ni esperanzas, ni fe en la solidaridad de sus prójimos. Los continuos fracasos les han llevado a cultivar el cinismo, que es una hiedra trepadora que ahoga la «voluntad de la acción». En sociedades lastradas por estados infuncionales florecen las quejas, rabietas y lamentos. ¡Este maldito país! ¡Esto no hay quien lo arregle! ¡La política de aquí no tiene componte! El camino más corto y más cómodo para la inacción es extirpar de nuestro corazón hasta el más pequeño ideal. El ideal es, dígase lo que se diga, una fuerza motriz. Finalmente, no escogemos ejemplos de conducta entre Sancho y don Quijote, como es lo ordinario, sino entre Sancho y su asno. Otra opción es emigrar «para buscar nuevos horizontes», como se dice, o para desarrollarnos «en ambientes con más oportunidades de vida». También en este caso se escurre el bulto al gran problema de la «adscripción sentimental» a una sociedad fallida, que no ha podido organizar un Estado eficiente, capaz de promover la creación de empleos, la seguridad ciudadana y, a la vez, brindar algunos servicios públicos.

Adaptarse o acomodarse a la incuria y al desorden general es una decisión que toman aquellos temerosos que no se atreven a emigrar. Consideran que no es posible vivir a contrapelo de las costumbres reinantes; no quieren «nadar contra la corriente» para luego experimentar la «amargura del esfuerzo inútil». Estas actitudes contribuyen a perpetuar el atraso de las «sociedades fallidas», las cuales generan – indefectiblemente – «estados fallidos». Únicamente los cambios en la propia sociedad -–en su educación, en su economía, en su liderazgo – pueden producir una forma nueva de Estado. Hay momentos de la historia de los pueblos en que gran número de personas, grupos, intereses de clase, convergen en sus ideas y necesidades de organización colectiva. Es entonces cuando los «estados fallidos» empiezan a dejar de serlos. ¿Dónde están escondidos: el arquitecto, el líder, el capataz? ¿En que lugar de la RD esperan la hora de subir al escenario?

henriquezcaolo@hotmail.com

Publicaciones Relacionadas