El arte de la prudencia una obra de Baltasar Gracián publicada por Banreservas

El arte de la prudencia una obra de Baltasar Gracián publicada por Banreservas

POR LEÓN DAVID
Publicado por el Banco de Reservas de la República Dominicana, bajo la supervisión de la Dirección de Comunicaciones de esa entidad, acaba de salir de las escrupulosas prensas de Amigo del Hogar una primorosa tirada –concebida para satisfacer al más exigente de los coleccionistas bibliográficos- de la obra El arte de la prudencia, enjundioso escrito del arduo maestro del conceptismo barroco español, Baltasar Gracián.

En oportuna hora ve la luz esta espléndida edición de uno de los más conspicuos autores de lengua castellana del siglo XVII; publicación cuyo exquisito diseño, realizado por doña Ninón León de Saleme y cuya atinada y respetuosa versión al español de nuestros días, -mérito que nadie podrá escatimar a Juan Freddy Armando-, hacen honor al ingenio de grave y elaborada lucidez del que acaso sea, entre los clásicos, el escritor peninsular de prosa menos hospitalaria, pero, también, a su modo, el de palabra más contundente e imborrable.

El arte de la prudencia es obra que, pese a haber sido fraguada tres centurias atrás, responde a una inquietud de actualidad palpitante, a la necesidad, –nunca tan acusada como en los días que corren-, de beneficiarse con alguna suerte de orientación espiritual; anhelo que ha inducido a todas las librerías del mundo a disponer de un amplio espacio dedicado a los llamados textos de “auto-ayuda”.

Porque, en definitiva, a nadie se le ocultará que las trescientas lapidarias reflexiones que contienen las páginas de El arte de la prudencia, tienen el propósito de servir de guía de conducta, de brindar pautas de acción que permitan al ser humano enrumbarse por el camino del éxito personal, esquivando las trampas que el prejuicio, la envidia y la maldad no dejarán de colocar a su paso con onerosa obstinación digna de mejor causa.

Me incluyo en el número de quienes entienden que libros de la índole del que nos ocupa no alcanzan notoriedad por efecto del azar, sino que son traducidos, reeditados y leídos apasionadamente en razón de que hoy, lo mismo que ayer, prometen al individuo que vive en tiempos de confusión, incertidumbre y crisis, una especie de flotador que lo ponga a salvo de las aguas turbulentas del acaso y el infortunio.

Que los escritos de “auto-ayuda” constituyan en la actualidad uno de los filones editoriales más apetecibles y remunerativos, al extremo de que no hay expendio de libros cotizado que de ellos se desentienda, es cosa harto explicable en época como la nuestra, signada por la duda, la ausencia de principios sólidos y universalmente aceptados y el consiguiente sentimiento de angustia y desamparo que pareja situación genera. Cuando el mundo se vuelve incomprensible, intratable, peligroso, va el lector en busca del maestro que le diga lo que tiene que hacer. Se difunde entonces el gusto de las obras sapienciales, y las plumas proféticas e iluminadas –falaces las más, escasas las genuinas- cosechan, a la par de ingresos sustanciosos, la codiciada fama.

Mutatis mutandis, lo que sucede hogaño en el terreno axiológico, esto es, la ya referida condición de inseguridad, escepticismo y desconfianza de que adolece el espíritu moderno, era también, -por mucho que pueda semejante paralelo provocar perplejidad-, el timbre y tono existencial de la época que le tocó vivir a Baltasar Gracián bajo la sombra de un imperio español en franca descomposición y decadencia.

Al desencanto producido por una realidad social irredimible, inmanejable, opone el áspero cálamo del jesuita la única carta que en la manga traía: su pensamiento y su palabra. De pareja tensión entre el hecho y la idea aflora ese estilo cortante de frases breves y parcos enunciados cuya eficacia retórica, cifrada en el poder de síntesis del apotegma, no consigue ocultar casi nunca la penosa sensación de laboriosidad y artificio del sentencioso discurrir.

Y es que en punto a expresión literaria, la etapa histórica en que fuera gestada El arte de la prudencia –primera mitad del siglo XVII- podía prestarse a cualquier cosa, salvo a un ejercicio de naturalidad. El amaneramiento, la afectación, (estética que acude con abrumadora insistencia a figuras retóricas tales como la antítesis, el contraste, el paralelismo, el equívoco, la anfibología, la paronomasia, el calambur, etcétera.) no es tendencia exclusiva de Baltasar Gracián –aunque sea él quizás su más extremoso cultivador-, sino ideal literario de un período barroco en el que las más eminentes plumas y las cabezas más insignes, de alguna forma ensayan suplir con lúdica y efectismo verbal la realidad decepcionante, a toda mejora refractaria, que contemplaban sus pupilas.

Empero, la abundancia de tropos y figuras, el retorcimiento y sutileza de la frase, recursos que, a trechos, tornan la lectura de Gracián ingrata y fatigosa, no debe impedirnos reconocer su aguda capacidad de observación, extraordinaria concisión aforística y singular fuerza expresiva.

Como para gustos se hicieron los colores, según reza el conocido proverbio, toparemos siempre con lectores –no pocas veces cultos e inteligentes- para quienes el autor de El arte de la prudencia obra al modo de un revulsivo escasamente apetecible. Es lo que ocurre, nada más y nada menos, que con Jorge Luis Borges. En efecto, hemos de tener por cosa averiguada que el magno escritor argentino aborrecía el estilo de don Baltasar, al punto de que, en posdata con la que cierra su perspicuo cuanto original ensayo sobre Francisco de Quevedo, asienta, con apodíctico ademán: “Quevedo inicia la declinación de la literatura española que tuvo tan generoso principio. Luego vendría la caricatura, Gracián.”… Y ha sido sobradamente comentado el poema de su autoría que lleva por encabezamiento “Baltasar Gracián”, texto que hospeda en las páginas del esencial libro de versos El otro, el mismo. Allí, con despiadada ironía, juzga Borges al maestro del conceptismo español del modo que sigue: “Laberintos, retruécanos, emblemas, / Helada y laboriosa nadería, / Fue para este jesuita la poesía, / Reducida por él a estratagemas. // No hubo música en su alma; sólo un vano / Herbario de metáforas y argucias / Y la veneración de las astucias / Y el desdén de lo humano y sobrehumano.”

Mas, con el fin de no incurrir en arbitrariedad, es imperioso traer a la cuartilla –cosa de contrapesar la opinión expuesta en las estrofas que hubimos de distraer del poema mentado en los renglones que anteceden-, que Schopenhauer –admirado por Borges- aprendió español, según es fama, con el único propósito de leer a Gracián, y que, además de citarlo en varias ocasiones, tomó en préstamo de él la palabra “nada”, que dicho filósofo teutón escribía en castellano, la cual luego adoptó Nietzsche, quien, por cierto, la citaba también en nuestro idioma.

Demos remate a estos apresurados planteos: reputo por admisible la censura de los excesos tropológicos del escritor que nos incumbe; lo que nunca me resultará tolerable es que se ponga en tela de juicio el significativo peso y entidad del autor de El arte de la prudencia.

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