El asalto de las imágenes

El asalto de las imágenes

CHIQUI VICIOSO
Nunca olvido una foto de Antenor Patiño, indio boliviano chiquito y jipato, bailando con su señora, blanca, rubia y alta, con cara de evidente fastidio, en París. Nunca olvido otra foto de una de sus hijas, casándose con un arruinado Vizconde francés, con el tino de desposarse con una multimillonaria latinoamericana, ella en busca de abolengo y él de los millones que justificaran su ejercicio de clase.

Tampoco olvido una reciente revista de vanidades, con fotos de otra boda, esta vez de una multimillonaria venezolana con uno de los Borbones, hijo de una nieta de Franco, en ese paraíso de la nueva oligarquía del continente que es Casa de Campo, donde participaron, entre otros, unos trescientos guardias de seguridad. Y no la olvido porque esas fotos coincidieron con la aparición de las traducciones en el periódico HOY de dos artículos del Nuevo Herald, sobre esa «antesala del infierno» contigua a Casa de Campo, que son los bateyes de los Viccini y los Fanjul, una familia cubano-americana que se gasta millones de pesos en la recuperación de un cuadro de familia, que podría invertir en poner pisos de cemento y sanitarios en las cuarterías donde malviven sus empleados.

Antenor Patiño construyó su fortuna, como se sabe, con las minas de plata y estaño de Bolivia, donde millares de sus compatriotas murieron con los pulmones reventados. Por eso se decía que a cada libra de esos metales había que añadirle lo mismo en equivalencia a los litros de sangre que escupían los mineros. Y por eso, un grupo de hijos y familiares de esos hombres idos a destiempo se dio a la tarea de averiguar cuando Antenor iba a misa los domingos a comulgar, para tirarle al salir bolsas de sangre que arruinaran sus costosísimos

trajes y su amarillenta (casi verde) piel de vampiro, acción que repitieron jóvenes norteamericanos, franceses e italianos, alertados sobre la aficción de Patiño de ir a misa doquiera que se encontrase. Y acción que no emulamos aquí por el terror de los braceros ante un tal capataz, que según informa el sacerdote británico español autor de las denuncias del Herald, se llama Ricardo Hernández (los Hernández que conocemos son honorables, ¿de quién es hijo esta persona?), y un grupo de militares, quienes violan la Constitución dominicana al negarle a los braceros el derecho al libre tránsito a otros bateyes donde les pagan mejor y existen mejores condiciones.

Son imágenes que se repiten y que quizás expliquen el «destape» y la revuelta de amoralidad de algunos grupos de jóvenes de clase alta frente a la cómplice hipocresía de sus mayores; el robo de exquisiteces en los supermercados, cometidos por muchachos de clase media convencidos de que se merecen todas las gracias; o la violenta reacción de jóvenes marginales contra un sistema de valores y símbolos que muchos adultos enarbolan, pero no han dudado en irrespetar (el robo de útiles escolares, por ejemplo) y siguen irrespetando. Todo parte de una misma problemática.

Los jóvenes no son estúpidos, aún aquellos y aquellas que exhiben su deshumanización encima de una yipeta para el disfrute de otros jóvenes sin moral (Oh padres, ¿no querían ustedes jóvenes sin ideas «progresistas»?); porque a fin de cuentas entre las tres muchachas que por paga exhibieron su degradación y la «honorabilidad» de familias que se enriquecen a base de la sangre de millares de jóvenes braceros, la diferencia es abismal, como abismal la disparidad entre nuestra capacidad de escándalo frente a ambas situaciones.

«Sed justos lo primero, si queréis ser felices. Ese es el primer deber del hombre; y sed unidos, y así apagaréis la tea de la discordia y venceréis a vuestros enemigos y la patria será libre y salva», dijo Juan Pablo Duarte. Algo a recordar siempre, frente al asalto de las imágenes y la tendencia a escandalizarse de nuestra ya fatigada conciencia ciudadana.

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