El asesinato de Marrero Aristy

El asesinato de Marrero Aristy

R. A. FONT-BERNARD
En una reciente conversación con un sobresaliente profesional de la medicina, éste me testimonió que como estudiante del quinto año, encargado del servicio nocturno del hospital Salvador B. Gautier, le correspondió recibir en horas de la madrugada del 28 de julio del 1959, el cadáver del periodista, y entonces secretario de Estado del Trabajo, Ramón Marrero Aristy. Presentaba severas contusiones en la cabeza y quienes le condujeron al hospital, identificándose como agentes de la Policía Nacional, informaron que le habían rescatado, tras la ocurrencia de un accidente automovilístico, en la carretera que conduce al municipio de Constanza.

Al leer la noticia, publicada el día siguiente en el periódico “El Caribe”, reflexioné porque conocía la afición de Marrero a las travesuras amorosas y él no podía ignorar que, quince días antes, había desembarcado allí la expedición que procedente de Cuba, intentaba derrocar la dictadura de Trujillo. Asistí a su entierro, en el que participaron los más altos funcionarios del gobierno y se le tributaron los honores militares, correspondiente a un general de brigada. El ataúd estaba cerrado y cubierto con la bandera nacional.

Dos días después me visitó el inseparable amigo doctor José Rijo para decirme, aterrado, que se había tratado de un asesinato. El doctor José Rijo, me transmitió su terror porque Marrero, recién llegado al país de su último viaje al extranjero, se había reunido con ambos – con la indeseable presencia de un tercero de cuyo nombre no quiero acordarme – en la trastienda del colmado San Martín, situado en la calle del mismo nombre, en donde sentados en sacos de arroz, consumimos una botella de whisky, con salchichón, que el cortaba en pequeños trozos. En esa ocasión, dijo con la indiscreción que le era característica, que Trujillo estaba políticamente liquidado, y que él se lanzaría a la búsqueda del poder, para realizar una revolución pacífica, que sacaría del estado de indefinición social y económica, a la mayoría del pueblo dominicano.

Marrero no sólo era valiente, sino además se complacía en adversar determinados cortesanos palaciegos, que disfrutaban de una gran influencia sobre Trujillo. Recuerdo haber presenciado una discusión, en uno de los pasillos del Palacio Nacional, en la que crespó al temible coronel Johnny Abbes, aliado de uno de esos poderosos, con un enérgico “cállese, carajo, que usted no sabe de lo que está hablando”. Se trataba de su opinión favorable, para que viniese al país una comisión de la Organización Internacional del Trabajo, con el propósito de investigar una violación al Convenio que prohíbe el trabajo obligatorio o forzoso. La investigación estaría centrada en el campo del Sisal de Azua, y en el cultivo de arroz de la región Noreste del país. Ambas actividades agrícolas Trujillo las usufructuaba, a través de interpósita persona. El poderoso, precedentemente señalado, me había ofrecido la dirección del periódico “La Nación”, con el compromiso de que iniciase una campaña, destinada a denunciar una supuesta vinculación de Marrero con la Confederación de Trabajadores Cubanos, de tendencia comunista. Consulté la oferta con el doctor Joaquín Balaguer y éste me aconsejó que no la aceptase, con la excusa de que yo iba a ser ascendido a una elevada posición en la Secretaría de Estado de Trabajo.

En el decenio cuarenta del siglo pasado, Marrero era reportero del periódico vespertino “La Opinión”, y ya había publicado su celebrada novela “Over”. Y como lo recuerdo, una mañana fué a la Secretaría de Estado de Trabajo, en solicitud de audiencia al secretario de Estado, el licenciado Jesús María Troncoso. Este se la negó, bajo la excusa de que tenía que asistir a un Consejo de Gobierno, para el que había sido invitado. Pero Marrero presentó un telegrama, en el que se le designaba subsecretario de esa cartera. Y en lo adelante era él, y no el secretario de Estado, el que era convocado en consulta, desde el Palacio Nacional.

Viajó a La Habana, con la misión de establecer contactos con los dirigentes del Partido Comunista Cubano y cuando regresó al país, trajo consigo una maleta llena de regalos, para todos los empleados, con preferencia para las del sexo femenino. Ya era en su vestimenta, otro Marrero, pues había adoptado la moda cubana de la época, con el traje blanco de dril 100, los zapatos de dos tonos y el sombrero Panamá. Tal una estampa del famoso pelotero Martín Dihigo.

Identificándose a sí mismo como representante del Gobierno, en los foros laborables internacionales y en las reuniones anuales de la SIP, se convirtió en un viajero permanente, portador de una cartera repleta de dólares, que solía repartir pródigamente.   

Exuberante, buen comedor y mejor bebedor, amigo de los amigos, en pocos días Marrero se arriesgó temerariamente al propósito de liberalizar la dictadura, ignorando la habilidad zorruna de Trujillo, para dejarle hacer, de acuerdo con sus convenientes políticas. Conforme a ese “dejar hacer”, le autorizó para que organizase el Congreso Obrero del 1946, en el que participaron los representantes de las Confederaciones Comunistas de Cuba, México, Colombia y Ecuador. Y complació su solicitud para la liberación de los líderes criollos Alberto Larancuent y Raúl Cabrera, ambos con un significativo protagonismo en el congreso, junto con el exiliado en Cuba, Mauricio Báez. Al retornar a aquel país, Mauricio fué asesinado allí, como los fueron en el país Raúl Cabrera y Alberto Larancuent. No obstante, el Congreso tuvo un saldo positivo, por que comprometió a Trujillo, con la promulgación del Código del Trabajo y el establecimiento del salario mínimo.

Nunca parecía comprender la duplicidad con que Trujillo manejaba a los exiliados que residían en Cuba, bajo la protección de los presidentes Ramón Grau, San Martín y Carlos Prío Socarrás. Trujillo asesinó a algunos, pero convirtió a otros en espías muy bien remunerados.

En el año 1958, Marrero obtuvo la aprobación de Trujillo para instalar una oficina de prensa en Nueva York. Iría a residir allí, subvencionado por el Gobierno. Para ese proyecto me reclutó, con el señalamiento, muy característico en él, de que como me dijo, “allí había mucho dinero”. En retrospectiva se me ocurre creer que ya intentaba desentenderse de la dictadura, como ya lo habían hecho otros servidores del servicio diplomático. Tal vez persuadido de que contaba con la más absoluta confianza del dictador. Decliné la oferta luego de consultar con el doctor Balaguer, quien me dijo que me había propuesto a Trujillo, para una elevada posición en la Secretaría de Estado de Trabajo. En esa ocasión, arriesgándome, le advertí a Marrero que había leído en la Secretaría Particular de Trujillo, donde entonces yo trabajaba, un memorando, en el que su intrigante adversario palaciego, informaba que Marrero intentaba salir del país, apoyado por la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), para adversar a Trujillo en el exterior. Su respuesta a mi advertencia me desconcertó: “Valito, Trujillo me necesita y no le conviene prescindir de mí”. Era el Marrero talentoso, audaz, pero ocasionalmente irreflexivo.

Lo ví por última vez, el 28 de julio, cuando salía del despacho de Trujillo, visiblemente perturbado. Y al día siguiente, yacía en un lujoso ataúd cerrado, y sobre éste, una ostentosa corona fúnebre con la inscripción: “A mi amigo y  colaborador Ramón Marrero Aristy. Generalísimo Trujillo”. El Trujillo a quien seis meses antes Marrero consideraba “liquidado políticamente” y veinticuatro horas antes había ordenado su asesinato en la cárcel “La Cuarenta”, ahorcado por los sicarios de Johnny Abbes.

Marrero fue una víctima intelectual de su adversario, el intrigante palaciego. Trujillo era ya “el príncipe loco”, que actuaba al conjuro del embrujo de un psicópata dominante en los últimos tres años, de la que alguien llamó “la trágica aventura del poder”. 

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