En el principio era el Verbo. Con esta sentencia bíblica, se inmortalizó la palabra. Se le otorgaba rango de supremacía, etiqueta de perennidad. La palabra, así creída, tenía espacio para todo, pero sobre todo para la verdad que os hará libre. Utilizada por la especie humana, también serviría para mentir, para el engaño y la manipulación. Con ella, se dice, Satán engañó a Eva y Eva logró arrastrar a Adán a la desobediencia, perdiendo, para siempre, el paraíso terrenal que aun buscamos.
Ya en la tierra, conocedor de su poder, el joven enamorado engatusa a su adorada y la hace rendirse a sus pies, hasta que a la muerte nos separe; y ella le hará creer ese juramento. El empresario amasará fortuna y el pobre vivirá de ilusiones. El político cuenta con ella: sólo necesita de un balcón y un micrófono para alzarse con el poder, ante la fascinación del auditorio embrujado.
Bosch, su antiguo mentor, Balaguer, su admirado líder y también Peña Gomez, tenían ese encanto. Poseían el don de la palabra mágica, pero ninguno fue tan osado como el Presidente Fernández. Luce su verbo con singular desparpajo y maestría en conclaves internacionales, cumbres de presidentes, prestigiosos centros académicos y suele desplazarse y dar cátedra de democracia y de política de Estado y proponer fórmulas redentoras para la economía mundial en crisis, mirando de frente, de tú a tú líderes del mundo, tan disímiles como Fidel Castro, George Bush, Belusconi o Gadaffi para hacer de la tierra un mundo mas justo y mejor.
La historia de la palabra, escrita o verbal, no es ni ha sido distinta en ningún país o escenario. En tiempo de paz o de guerra, su misión es la misma: convencer, persuadir, ganar adeptos.
Arma esencial de políticos, religiosos, mercaderes, demócratas, anarquistas o revolucionarios, la palabra siempre estará presente para convencer o disuadir a seguidores o a quien adversa.
Aquel que teniendo esa virtud se conforme con ser un encantador de serpientes, no ganará el reino de los cielos, ni tampoco la gloria terrenal, reservada a mejores causas.
En reciente entrevista sostenida con sus ilustres invitados, los ex presidentes Sanguinetti, de Uruguay, y Zedillo de México, quedó demostrado ese don. Les puso a decir, según los medios, lo que todo el mundo sabe y reconoce: que el problema de la educación no es cuánto se invierte sino la calidad de la educación, como si lo que se le reclama a él aquí y desde siempre fuera cosa distinta.
Como si la causa del conflicto social educativo no fuera la postergación de lo que le ley le impone y la Constitución demanda, para priorizar caprichos y ambiciones personales.
Y mientras afirma que la riqueza en R. D. crece de forma dramática (sic) una simple foto, más elocuente que mil palabras, muestra, como botón de rosa, el drama que nos mantiene como nación en el más bajo nivel educativo: estudiantes universitarios recibiendo clases bajo la sombra una matita famélica, protectora de la ignorancia.