FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Si usted lo desea, puede visitar al hijo de mi inolvidable novio de hace cuarenta y cuatro años. Él vive en la casa de su padre. Conserva todos sus papeles, recuerdos, libros, fotografías. Cuando murió mi novio, ya había muerto su esposa. Acudí al funeral y abracé a su hijo para darle mi condolencia. Sentí que apretaba de nuevo al padre, cuando yo era joven y él me deseaba. El muchacho dejó de llorar y me miró con asombro, con los mismos ojos que ponía el padre al tocarme la cintura. Creame, Arnulfo es tan alto como su padre, con el mismo perfil y la misma sonrisa. No tiene, claro, ni remotamente, la elegancia y la distinción del padre. Se viste como un obrero. Bueno, usted comprenderá, eran otros tiempos; en aquella época los hombres llevaban sombreros, usaban corbatas de lazo. Tal vez sea un asunto de educación; en realidad, la ropa es lo de menos. Los ademanes del hijo no recuerdan al padre, ni su voz, ni su manera de hablar. Estos jóvenes de ahora son torpes y vulgares, no tratan a las mujeres con el refinamiento y la cortesía que antes formaba parte de las costumbres.
A las dos semanas del enterramiento Arnulfo llamo a mi casa para invitarme a «salir con él». Le dije que viniera a verme cuando le pareciera bien. Esa misma tarde tocó el timbre escandalosamente. Le abrí la puerta, todavía en bata, pues había dormido una larga siesta. Tan pronto se acomodó en la butaca me dijo que yo tenia las piernas muy hermosas, que debía haber sido en mi juventud «una hembra tremenda». Me levanté enseguida y le ordené que saliera por la misma puerta por donde había entrado. Por la noche volvió a llamar, esta vez para pedir excusas por su comportamiento. Estuvimos hablando más de una hora. Primero le dije que había sido amiga de su padre; que no había tenido el gusto de verlo en los últimos ocho años; que sabia de su terrible enfermedad a través de otras personas; que no quise ver el cadáver porque me dijeron que «el quebranto llego a consumir su cuerpo». Preferí que quedara en mi recuerdo la imagen de un hombre vivo y sano. El muchacho me dijo que había encontrado en la cartera de su padre una fotografía mía «con dedicatoria», con una «casi amorosa dedicatoria». Entonces le dije la verdad: amaba a su padre como nunca quise a ningún hombre. Aclaré que nunca molesté a su madre; y que fue él quien me dejó, sea por imposición del dictador o por debilidad de su carácter. También quedó en claro ese día que no saldría con él hijo, ni en aquellos momentos, ni después.
Quiere decir que Arnulfo sabe de mi relación con su padre; tuvimos la conversación que ya he narrado. Nunca ha vuelto a molestarme, pero me envía, de vez en cuando, recortes de periódicos sobre asuntos que él supone pueden interesarme. Todos los recortes son de la época de Trujillo; en algunos aparece su padre en actos públicos acompañando a Trujillo o a sus ministros. El muchacho pasa horas y horas metido en la biblioteca de mi novio, curioseando entre los libros en busca de tarjetas y cartas. Cuando su padre vivía ellos eran una familia importante. A su madre la mencionaban en las crónicas sociales; a veces publicaban fotos de esa señora, muy emperifollada, con un peinado extravagante. Han pasado tantos años, que ya nadie recuerda esas cosas. Pero Arnulfo goza con revolver papeles de ese tiempo. Nadie le invita ahora a una fiesta. Antes invitaban al padre por su posición política y, de paso, recibían al hijo con halagos o adulaciones.
La esposa del administrador de correos esta vivita y coleando. Debo decirle que don Torcuato celebró dos matrimonios, él último con una mujer mucho más joven que él. Esta mujer fue su secretaria en la Dirección de Correos; conoce todo «del pe al pa», está al tanto de muchos secretos políticos de ese tiempo; en fin, esa mujercita «sabe donde duerme el diablo». Por supuesto, don Torcuato era «un chivito harto de jobos» comparado con mi novio. Ya le digo: despachaba con Trujillo a su lado dando órdenes y echando pestes. Mi novio era un pez gordo del gobierno, un hombre culto, inteligente, que preparaba documentos importantes. Él seguía el curso de los más sutiles movimientos políticos de Trujillo. A veces estaba tan tenso y preocupado que yo creía que iba a caer al piso. Pero era fuerte y resistía lo que llamaban «la presión del cargo». Yo le ayudaba a vivir. Cuando salía de mi casa, en vez de estar agotado, lucia reconfortado, estable, satisfecho y dueño de sí. Cuando pienso en eso me siento orgullosa de haberlo tenido y querido. Ojala pueda usted examinar los archivos de mi novio. Quizás encuentre allí la explicación de muchos de los enigmas que le preocupan.