Hay dos Brasiles que corren paralelos y que poseen lógicas y dinámicas diferentes. Uno es el Brasil dominante, profundamente desigual y por eso injusto, que reproduce una sociedad malvada que no tiene compasión ni misericordia con las grandes mayorías. Según el IPEA son 71 multimillonarios o cinco mil familias extensas los que detentan gran parte de la riqueza nacional y muestran escasísimo sentido social, insensibles a la desgracia de los millones de personas que viven en los centenares de favelas que rodean casi todas nuestras ciudades. En ellos se origina, en gran parte, el odio y la discriminación que sienten por los pobres y por los hijos e hijas de la esclavitud, cosas que llegan todavía hasta los días actuales.
Me alejo decididamente del pesimismo de Paulo Prado en su ironizado libro de 1928 “Retrato de Brasil: ensayo sobre la tristeza brasilera”, para quien la tristeza, la pereza, la lujuria y la codicia constituyen los rasgos distintivos del brasilero. Hay gente que todavía piensa así a pesar de todo lo que se ha hecho en el campo social.
Junto a estas distorsiones, existe otra cara del mismo Brasil, la de los pobres que luchan valientemente para sobrevivir, que en medio de la miseria traslucen una alegría que viene de adentro, que danzan y veneran a sus santos y santas poderosos y que no necesitan creer en Dios porque lo sienten en la piel y en cada paso de su vida.
Es el Brasil de los menospreciados por los sectores conservadores que se orientan por el PIB y por el consumo, considerados buenos para nada e inservibles para el sistema porque producen poco y consumen menos todavía.
Ese Brasil escindido, con caras contrapuestas, constituye una contradicción viva y escandalosa. Posee una herencia una sombría que nos viene del etnocidio indígena que persiste todavía, del colonialismo que nos dejó el complejo de buenos para nada, y que penetró en forma de arquetipo psicológico en la estructura de la Casa Grande del señor blanco y de la Senzala de los esclavos negros. Se manifiesta en el foso que escinde al país de arriba abajo y nos hace herederos de una república con una democracia más farsa que realidad, pues está compuesta, como actualmente, en su gran mayoría, por corruptos que se benefician del bien público para obtener su bien privado (patrimonialismo).
El pueblo brasilero, hecho de la amalgama de representantes de 60 países diferentes que vinieron para acá, todavía no ha acabado de nacer.
Está en proceso de hechura. A pesar de las contradicciones, apunta hacia un mestizaje exitoso que podrá configurar un rostro singular de Brasil como una potencia en los trópicos. El Brasil que acabo de describir parece ser el real, repleto de injusticias y contradicciones.
Pero hay otro Brasil. Es el Brasil del imaginario, que está en los sueños del pueblo, el Brasil grande, el Brasil patria amada, bendecido por Dios, el Brasil de la humanidad cálida, de la música popular y de los ritmos africanos, del fútbol, del carnaval, de las playas y de gente bonita. Esto mueve los sentimientos del pueblo.
Es la utopía Brasil, utopía como nos enseñó el maestro Celso Furtado “que es fruto de dimensiones secretas de la realidad, un afloramiento de energías contenidas que anticipa la ampliación del horizonte de posibilidades abierto a una sociedad” que queremos justa, fraterna y feliz (cf. En busca de nuevo modelo: reflexiones sobre la crisis contemporánea, 2002 p.37).
Este Brasil sólo existe como sueño pero está en estado naciente; él da energía para soportar las amarguras del presente. El sueño y la utopía son parte del carácter potencial y virtual de la realidad. El dato es hecho y no agota las virtualidades de lo real. Esas virtualidades que entrevemos como realidades futuras nos mantienen la jovialidad y nos alimentan la esperanza de que los corruptos de hoy, los enemigos de la democracia que votan el impeachment de la presidenta Dilma, no triunfarán. Serán borrados de la memoria colectiva. Estigmatizados, ceniza y polvo cubrirán sus nombres.
Nuestro desafío es hacer que se encuentren el Brasil real con el Brasil virtual de modo que el virtual, que contiene más verdad que el otro, moldee la figura verdadera de nuestro país.