Exactamente a las siete de la noche salimos de Santo Domingo. Y aunque no había estrella sobre nosotros, era una noche clara.
Por primera vez en mi vida me encontraba en pleno mar.
La travesía tomó una gran parte de la noche recorriendo el litoral costero.
Desde la embarcación se veía la hilera de luces hasta apagarse en la última punta de la zona oriental.
Eran ya las once de la noche, pero me resistí a rendirme.
Encontrarme con el canal era la expectación más grande del viaje. Había oído hablar mucho de él siendo un mozalbete.
Vi personalmente viajeros fracasados que hablaban del fenómeno. En mi memoria llegó a ser un misterio y no quería perderme su realidad después de tantos años.
Llegando a la una de la madrugada, ya la última luz costera de Santo Domingo la había gastado la distancia.
Fue entonces cuando noté en el cielo abierto el lucero fijo. Recordé: era la estrella de la que siempre contaban guiaba embarcaciones sin aparatos de orientación.
Bajo su luz empecé a contemplar más la monstruosidad de las aguas turbulentas y bravas.
Eran olas blancas que, encrespadas a alturas temibles y desafiantes, no cesaban ni por un instante de colisionar una contra la otra en medio de un vacío y soledad.
Era el mismo corazón del canal de la Mona.
Aun cuando me sentía seguro a varios pies de altura y sobre el enorme Ferry, que con su potente y filosa proa rompía los vientos y las aguas picadas, dejando solo un espumarajo revuelto tras de sí, yo temí.
Me aferré fuertemente a la baranda mientras pensaba en las tantas vidas ya sepultadas y en las que todavía se arriesgan.
De verlo como yo, creo que lo pensarían mejor.