El canto del chivo

El canto del chivo

No se por qué. Quizás sea el estado de descomposición social, desmoralizante, nunca antes tan generalizado, tan dramático. Desesperanzador. Quizás por ello, me dio por releer “La Fiesta del Chivo” y revisar algunos apuntes que me permitiera hacer en la primera lectura  de la celebrada y controversial obra del eximio escritor Mario Vargas Llosa. Me llamó la atención un párrafo que había subrayado (pág. 96)   donde se le atribuye al Generalísimo un pensamiento reflexivo que difícilmente sea de él, sino del autor de la obra,  pero que puesto en boca del Benefactor de la Patria, megalómano por excelencia, artista de la simulación  y la mentira, pudiera ser expresado en palabras bien dichas, durante una conversación íntima con su esbirro favorito, el tenebroso Johnny Abbes García, famoso por su crueldad y su frialdad profesional, su  adición perruna al  jefe indiscutible.

Extrañado de cómo un hombre como él pudiera casarse con mujer tan fea y alabando los pingües negocios que pudo hacer mientras desempeñaba funciones de espionaje en México, Johnny Abbes confiesa que nunca eso se le hubiese ocurrido a él, “porque nunca me interesaron los negocios”, y le agradece, cándidamente, a su mentor, el haberlo inducido. A ello replica Trujillo con palabras sabias, que vale la pena reproducir así sea para acercarnos a una política ética del Estado (Sócrates, Platón),  tan distante.   Alecciona Trujillo a su discípulo aventajado: “Prefiero que mis colaboradores hagan buenos negocios a que roben. Los buenos negocios sirven al país, dan trabajo, producen riquezas, levantan la moral del pueblo. En cambio, los robos lo desmoralizan.” Canto huero, patriótico, el del chivo moralizante,  que a ratos aún escuchamos.

Dudo que eso saliera del numen de Trujillo. Que fuese ese su sentir y su pensar. Pero hay que admitir, mal que nos pese, que durante la Era, el robo y la corrupción y el crimen estaban políticamente controlados. Ladrón él, corrupto él, asesino él,  varón ilustre, supremo, único. Perínclito impredecible, dueño de vidas y haciendas,  y con él un pequeño grupo de cortesanos favorecidos,  a quienes  otorgaba complacido, o daba como premio, una pequeña tajada  por su eficiente servicio,  o por su servilismo rastrero, su  lealtad a toda prueba, mezcla de temor y penosa veneración.

Más penoso es comprobar, a los cincuenta años de su partida al otro mundo, cuán pocos han sido y son los gobernantes y dirigentes que le han sucedido y  con apego absoluto a la verdad, sin rubor, sin mentiras ni engaños,  puedan repetir  semejantes palabras, sin que éstas le exploten en la boca. Cuán valiosos son quienes, unidos  al canto del ruiseñor, valientemente y convencidos,   “hablan de ética política y lo hacen  porque tienen una norma y un ideal del ser y de la comunidad, de medios y fines, de lo justo y de lo injusto; pero quienes no tienen ese referente personal, difícilmente consideran necesario que la política se vincule a normas éticas.” Tal es el signo de nuestros tiempos.

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