La República Dominicana se viste de trajes y colores para describir el ánimo de una nación que vive a plenitud su Carnaval, una fiesta donde se aprovecha la oportunidad de realzar la cultura celebrando con entusiasmo el orgullo de un pueblo indio, negro y español.
Cada año el brillo del sol, el azul del mar y las calles risueñas parecen formar parte de una celebración que llena de alegría a miles personas que forman parte de esta gran tradición cultural.
Los Diablos Cojuelos bailan moviendo sus coloridos atuendos con espejitos, cascabeles y cintas acompañados siempre de su inevitable máscara con grandes cuernos.
El carnaval es un espejo de la identidad dominicana: nos muestra de una forma jocosa y divertida nuestra historia a través de los personajes. Los africanos pintados de negro con carbón y aceite quemado, desfilan emulando una parte importante de nuestros ancestros: los esclavos negros.
Los Indios, están bien representados por una comparsa de niños y adultos con las caras pintadas y ataviados con plumas, arcos y flechas.
Roba la gallina y la comparsa de Los Alí Babá, sincronizan su coreografía a los redobles de timbales y tambores; Califé no se queda atrás recitando en verso críticas jocosas a todos los personajes de la vida política, social y cultural, seguido por un coro que viste frac oscuro, camisa blanca y altos sombreros de copa.
Las máscaras son los símbolos más emblemáticos del Carnaval. Pueden representar el infierno, la esclavitud, la muerte o la vida. Pero una de sus connotaciones más interesantes es la impunidad. Este tiempo de asueto se aprovecha para la manifestación libre, a veces libertina, amparada en el anonimato. Cada quien es solo lo que representan sus actos y su disfraz; sin referentes y sin consecuencias en un presente limitado y condicionado por la premura de un espejismo temporal que precede a la Cuaresma en la que el recogimiento volverá a dar paso a la cotidianidad y en donde el espíritu del Carnaval ya solo será el recuerdo de un soplo de libertad efímera.