El caso del apuntador

El caso del apuntador

Hace poco tiempo el talentoso y cordial amigo el Pera Martínez me obsequió mi tarjeta de inscripción como apuntador del Teatro Escuela de Arte Nacional. Este centro educativo que ofreció magníficas obras teatrales era dirigido, en esa época, por el eminente actor Emilio Aparicio.

Fueron muchas las jornadas brillantes que pude disfrutar tomando parte en la presentación de importantes obras teatrales en el Teatro Escuela de Arte Nacional. Y esa apreciación me permitió, como apuntador, captar en su verdadera esencia, las cualidades de los actores y actrices, como también las fallas que cometían y que yo me apresuraba a corregir leyéndoles por dos veces, con la voz apropiada para que no llegara al público, el párrafo necesario para que no se interrumpiera la trama y así mantener la armonía del diálogo y que no decayera la escena en ese momento de la obra.

Con el avance de las nuevas técnicas teatrales, la mitología del apuntador se derrumbó.

Ya no se requiere su labor, antes imprescindible para el desenvolvimiento correcto de cualquier obra teatral.

Dejó de ser, el respetable personaje a quien todos los integrantes de la compañía teatral mimaban.

De su buen o mala disposición dependía, en gran parte, la brillantes o mediocridad en la actuación de cualquier artista.

No obstante dominar el escenario, ser brillante en los parlamentos; demostrar agilidad mental para el matiz preciso en las frases claves; sonoridad en la voz y articulación precisa en vocales y consonantes; la gradación súbita al hablar para producir en el público el efecto emocional requerido, se necesitaba, además de esto, tener un apuntador capacitado que se compenetrase con la Obra teatral para dar las «entradas» oportunas, insistir con voz queda, pero audible para los actores, en los párrafos que él sabía -el apuntador- que el actor o actriz no memorizaba con certeza; subrayar la entonación adecuada en los momentos culminantes de la obra. En fin se reunía en el apuntador, el compendio total de la obra teatral y el conocimiento profundo de ella, para obtener los mejores resultados para el éxito.

Por tal razón el apuntador era objeto de admiración y cariño de todos los integrantes de la compañía teatral. Lo necesitaban para el buen desenvolvimiento del «papel» a su cargo y por consecuencia siempre estaban en armonía con él.

Ya todo ese acontecer se cayó de bruces, con el nuevo ardenamiento escénico.

No se requiere apuntador, ni el la concha ni en los laterales.

El actor o actriz está obligado a memorizar totalmente los parlamentos del personaje que le corresponde encarnar.

En un cambio de impresiones con la gran artista dominicana Mónica Solá, en tiempo pasado, recordamos con cierta nostalgia, cuando los componente del Teatro Escuela de Bellas Artes me reclamaban la claridad en la voz en las partes de la obra conde se consideraban flojos.

Porque yo fui apuntador por largo tiempo en el teatro que dirigía el siempre recordado maestro don Emilio Aparicio.

El apuntador -ya lo dijimos- no se necesita en el teatro moderno.

La explicación lógica de esta supresión se ha originado para obligar al artista a compenetrarse más profundamente con la obra representada responsabilizarse totalmente con el papel a su cargo sin esperar ayuda de nadie. Sólo en los diálogos muy vivos y difíciles recibe ayuda de sus compañeros en escena, quienes veteranos en el «oficio» empatan la continuidad literaria, soslayando fallas que como humanos están supuestos a incurrir los artistas.

Y hubo un tiempo -ya lejano- que yo pensaba volver a las «tablas» en la anónima labor de apuntar estrella de primer orden.

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