Aquel médico era, y habrá de perdurar así en el recuerdo, un ilustre, eminente y valioso bienhechor social. Supo cubrir con inmensos esfuerzos su humilde origen y aspecto, persistiendo a golpes de talento y entereza hasta alcanzar un título universitario que luego elevó con altos estudios en París. Era un hombre de gran cultura general y muy intransigente con las flojedades y desidias tropicales. En su vivienda-consultorio tenía bien a la vista tres grandes relojes eléctricos con las horas de París, de Berlín y de Londres. El ambiente era definitivamente europeo y él se manejaba como si estuviese en el viejo continente.
No era fácil caerle en gracia. Yo tuve la ventaja de mis condiciones para la música y el violín, que él admiraba, además de que me las arreglaba hablando algo de alemán y francés, lo cual para él venía a ser una especie de pasaporte para entrar en su reino.
No toleraba impuntualidades, y su horario de trabajo era inamovible.
En cierta ocasión, Ricardo Serra, amigo de mi padre, hombre temperamental y hasta virulento, puso en manos del doctor la salud de su pequeño hijo, que fue atendido con su habitual esmero y puntualidad en cada cita al impresionante consultorio, pero una noche, ya avanzada, el niño empeoró y Serra acudió al edificio en cuyo segundo piso residía el doctor. Tocó incesantemente el timbre. Nada, no había respuesta. En cierto momento, angustiado, le entró a patadas a la puerta de la escalera que daba a la calle y, por fin, apareció en el balcón la figura del médico, furioso:
–¿Ud. no sabe que yo tengo horario de trabajo, que estas no son horas de venirme a molestar? ¡Venga mañana!
Serra repuso que su hijo estaba grave.
–Yo vivo cerca, aquí al doblar… baje un momento, no sea malo –dijo ya en tono pedregoso.
–¡Que no, que no… no hago visitas a domicilio. Estoy en pijama y usted me ha sacado de la cama con este escándalo…! ¡Venga mañana… venga mañana! –Y empezó a alejarse del balcón.
Serra cambió de tono, con suave voz suplicante, imploró: –Doctor, es un segundo, es solamente para explicarle el cuadro que presenta… baje la escalera para que me pueda oír.
–Estoy en pijama.
–No importa, nadie lo va a ver.
El doctor bajó refunfuñando y se colocó tras la puerta cerrada.
–No ombe, doctor, –dijo melífluamente– abra siquiera un poquito para que me oiga bien.
El doctor abrió una pulgada y Serra, rojo de ira y con más cara de loco de la que solía tener, lo agarró por el pescuezo, abrió la puerta de par en par, le pegó un revólver atroz en las costillas, lo empujó fuera a empellones y sin soltarle el pijama le previno: –¡Mire… maldito negro… y si se me muere el muchacho, por mi madre que le arranco la cabeza!
Así anduvo el eminente galeno varias calles del Santo Domingo ennochecido: en pijama, apresado por el cuello y con un hosco revólver clavado en las costillas.
El muchacho se salvó.