El cerebro, la audición y la música

<p>El cerebro, la audición y la música</p>

JOSÉ A. SILIÉ RUIZ
Se ha dicho que cuando a uno lo empiezan a reconocer es porque o está envejeciendo o ha hecho algo significativo, yo espero que sea por lo segundo. Recibimos la condecoración del «Comunicador científico del año», de parte de la Fundación Frank Hatton la pasada semana, lo que agradecemos en la persona de doña Norín García Hatton. Esto nos compromete aun más a seguir haciendo nuestro pequeño aporte a la difusión de la información científica en nuestro lar querido. El acto celebrado con motivo de la presentación del último CD con canciones de la autoría de la exquisita compositora doña Meche Diez de Planas, nos ha motivado a «conversar» con los amables lectores sobre «cerebro» y «música».

La música, definida como el arte de ordenar los sonidos en notas y ritmos para obtener un patrón o efecto deseado, se une al lenguaje en formas diferentes como los recitativos, el canto, la poesía, las inflexiones del lenguaje cotidiano o la notación musical. La música es innata a la mente humana. No hay una sola cultura sin música, y nuestros cerebros están diseñados para capturar su magia y conmoverse con ella. Todo se percibe en el lóbulo temporal, a través del nervio auditivo, el VIII par craneal que no sólo nos hace escuchar sino que por igual controla parte del equilibrio. El Dr. Mac Donald Cristchley, profesor inglés, quien en vida fuera uno de los más prominentes neurólogos del mundo, de quien fuimos alumnos al final de su carrera profesional, escribió en el 1963 un libro clásico, «El Lóbulo Temporal», que hasta hoy sigue siendo referente cuando se estudia la audición en neurología. Hoy que disponemos de técnicas de investigación e imageneología tales como: emisión de positrones, resonancia funcional, magnetoencefalografía, etc., sus grandes aciertos mantienen su vigencia.

La mayoría de la población no está educada en la música, pero puede ser talentosa musicalmente y disfruta, reconoce o reproduce melodías simples, bajo aspectos básicamente emocionales; pues se ha establecido su conexión cerebral paralímbica. Lo hace el campesino al labrar la tierra, así como el más encumbrado ejecutivo cuando tararea. Percibir la música es un proceso cognoscitivo muy complejo, pues terminamos dándole un sentido apasionado o intelectual.

Todo se inicia en las dos «parábolas», situadas las orejas en puntos simétricamente opuestas sobre las caras laterales de la cabeza. Ningún animal (incluyendo al hombre) puede así dormir sobre las dos orejas, que son las que perciben el inicio de los sonidos. La onda sonora llega, en principio, por el conducto auditivo, el tímpano y los huesecillos del oído hasta la ventana oval situada detrás del estribo. Luego, las oscilaciones del caracol, o cóclea, del oído interno alcanza la membrana basilar que descompone cada señal acústica en distintas frecuencias.

Las células sensoriales situadas a lo largo de la membrana basilar, denominadas células ciliadas internas, recogen estas oscilaciones y envían los impulsos nerviosos correspondientes al cerebro. Como es natural, las distintas frecuencias de las que se compone la señal, determinan qué células ciliadas – y, en consecuencia, qué neuronas – se excitan. Esta ordenación, basada en la frecuencia – tonotopia -, se continúa a lo largo de toda la vía auditiva. Con ayuda de métodos varios se ha demostrado que la audición de distintos tonos activa regiones diferentes de la corteza auditiva, situada en el lóbulo temporal del cerebro, donde se discrimina y localiza; viajando este impulso a través del tallo cerebral.

El oído sano es un órgano extraordinariamente capaz. La finura de su sesibilidad le viene, sobre todo, de las células ciliadas externas distribuidas en tres hileras, que actúan como amplificador. Sus «cilios», están dispuestos como tubos de un órgano; de ese modo, la señal se logra multiplicar mil veces. La receptividad musical, y es posible que hasta la capacidad para producirla, también conocida como «amplitud musical», es una capacidad innata del cerebro humano. Esta capacidad, aunque no del todo universal, es muy común entre los seres humanos; tanto que la música se ha considerado el mejor medio de comprensión entre los pueblos. La capacidad musical no se crea con la civilización ni la educación, las que, cuando mas, sólo contribuyen a organizarla o conducirla a niveles más refinados. Hay una amplia variedad en el grado y nivel de perfeccionamiento de la capacidad musical, aunque, tal vez, el substrato funcional y morfológico, sea el mismo, solo que más desarrollado en la áreas cerebrales, en un famoso cantante o compositor o el empleado amante de la bachata bailable, pero carente de instrucción musical.

En puridad de verdad, a todos los humanos a menos que tengamos «amusia», que es la incapacidad de apreciar la música por lesión cerebral, nos gusta la melodía. Lo segundo creado por el hombre en su desarrollo luego de los instrumentos para alimentarse, fueron los instrumentos musicales, lo que habla de que ese sentido rítmico, sonoro y tonal es inherentes al cerebro humano. Lo que sí nos diferencia, es la capacidad individual para transformar esa percepción musical en emociones particulares y como tal son privativas de cada uno de nuestros cerebros. Hablando de buena música, conversamos con Eduardo Villanueva, musicólogo prominente, en nuestro programa de radio por la 97.7 (miércoles a las 8 p.m.). El sostiene el criterio, que compartimos, de que no hay música «clásica» sino, buena o mala música; conversamos por igual acera de un magno evento musical, para aquellos que en verdad les gusta el buen oír. Del 7 al 17 de marzo tendremos el Festival Musical de Santo Domingo; de eso se trata.

Ahí radica, en esa función mental superior del lóbulo temporal, la diferencia entre el cerebro primario y simplista, y el cerebro perspicaz, fino, con buen gusto armonioso. Sustentamos que hay una «música inteligente», de muy buen gusto, que tiene intensidad, duración, timbre y tonos, combinados con adecuados ritmo y sonoridad; que no tiene que ser necesariamente la llamada «clásica.» En cambio hay «otra» moderna, que no debe llamarse «música,» pues está muy cerca de los ruidos de los «birimbaos,» que creó el hombre prehistórico para acompañarse en sus noches de soledad en las cavernas.

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