El Cibao en los picos de Europa

El Cibao en los picos de Europa

LEO BEATO
Posada del Valle, Picos de Europa, Asturias.
¿Qué vais a comei?
Tráenos unos tostoncitos con longaniza.

  Ja ja ja ja. La camarera se destornilló de la risa porque nos encontrábamos en la antesala del cielo, en el penthouse de la tierra, y ahí no hay tostones ni longanizas. Solamente asturcones y caballos salvajes y una niebla del diablazo.

 – Uté debe de tai jugando –  insistió la muchacha en un cibaeño delirante.

  – ¿De dónde eres?  le pregunté clavándome en sus pupilas de aceituna profunda.

–   De Pueito Plata.

  – Ah…entonces eres del sur de la Florida-.  La camarera volvió a desternillarse de la risa, como si le hubieran hecho cosquillas al mismo tiempo en los dos sobacos.

 –  Entonces tráenos carne de jabalí a la brasa.

–   Ei jabalí se nos acabó eta mañana.

      –   ¿Y unas tapas de jamón ibérico, del que no tiene colesterol del malo porque al marranito lo críaron a base de puras bellotas?.      ¡Ojalá hubiera sido a base de tayotas.-  Y ahí fue cuando la muchacha perdió el equilibrio y se dobló de la risa soltando una enorme carcajada. ¡Je je je je je!

–   ¡Que ocurrente! Uté habla como si hubiera nacido en Haina.   – Bueno, no fue muy lejos de Haina. Fue en San Cristóbal, la tierra dei Jefe ¿Cómo lo adivinaste? En Santander hay otro pueblo llamado Aina pero sin la «h». A lo mejor fue de ahí que le copiaron el nombre a Haina. ¿Qué te parece?

Judy Peña Martínez es una joven dominicana, toda salaíta ella, como solamente saben serlo las dominicana con una perenne sonrisa colgándole de los labios.

– ¿Cómo viniste a parar a estas postrimerías del mundo?

Judy volvió a echar otra carcajada pero esta vez en puro cibaeño. ¡Ji ji ji ji ji!

–   Uté e un buen dominicano poique hace a uno reí con gana. Por aquí la gente ni habla. Mi mamá e la cocinera de ete paraje. Lleva aquí muchos años de casada. Su marido es el dueño. Se conocieron en Sosúa y me trajeron hace un año pa ayudaile.

–  Por favor, tráenos una presidente ceniza bien fría.

 – Ja ja ja ja! Aquí no hay presidente poique hace un frío dei Diache, aquí lo que hay e ceiveza de caña ai tiempo y mucho vino. Todo el vino tinto que quiera.

 – Entonces tráenos dos chatas de la casa.

Mi amigo Dociteo, un asturiano de pura cepa oriundo de Nava, donde se encuentra el Museo de la Sidra Asturiana, me había ido a buscar a Villaviciosa, donde en realidad no existe ningún vicio a pesar de su nombre redundante. Me dió un codazo en el páncreas mientras Judy iba en busca del vino, acercó sus labios a mi oído izquierdo para que nadie se enterara de lo que iba a decirme y me sopló el secreto más injusto que he escuchado en mi vida. Me ofendió de pies a cabeza. Me había metido en su Opel en la calle Cavernillas frente a la mansión más ostentosa de toda la comarca, rodeada de rosas rojas y amarillas, a pesar de que nunca se ve un alma en sus jardines. La mansión parece un pequeño museo intocable, una réplica microscópica del Museo Del Prado. Dociteo me había dicho que los propietarios provenían de Dominicana, una familia de apellido Cuesta que había hecho fortuna en ferreterías y supermercados.

  – España está llena de dominicanas  – me susurró Dociteo al oído  pero todas tienen fama de prostitutas. Cuando Judy regresó con el vino y con las tapas se me había extinguido el apetito como por arte de magia. De hecho no llegué a probar ni el vino.

–  ¡Enhorabuena, amigos!  ¿Cómo os gusta nuestra comida asturiana?   se escuchó la voz del dueño, que había salido a saludarnos. Mi mujer es dominicana.

–  ¡Felicidades – le contestó sonriendo Dociteo,  si es dominicana tiene buen sazón.

Detrás de Judy divisamos a Emelinda, su madre, que había surgido del fondo de la cocina vestida de paisana asturiana.. Con una sonrisa iluminando sus labios de oreja a oreja, nos dijo que había aprendido a cocinar asturiano mucho antes de venir a España, «desde que era chiquinininga». Lo había aprendido de su madre que era descendiente de asturianos. Tanto ella como su hija son la versión castiza de la Gioconda de Leonardo talladas en un ébano de Constanza. Cuando nos despedimos no tuvimos más remedio que admirar la belleza cobriza de ambas.

–  Pronto encontraras un novio por estas montañas y ya no regresarás a Puerto Plata –  le dije al despedirme tratando de halagarla.

–   Eso es imposible – nos sonrió la muchacha de apenas 21 años cumplidos –  porque allá está mi marido con mis dos hijos esperándome. Desde aquí les envío todo lo que gano.

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