El Cibao y el tabaco

El Cibao y el tabaco

En términos políticos el Cibao ha sido siempre más liberal que la Capital y el Sur. Bonó fue el primero en buscarle un origen económico a esta actitud política cuando, en 1895, se pronunció diciendo que “el cacao es oligarca y el tabaco demócrata”. Hizo la comparación con el cacao y no el azúcar pues, para 1895, el último todavía no había adquirido suficiente importancia. Harry Hoetink, Frank Moya Pons y Antonio Lluberes, entre otros, han mostrado cómo el conservadurismo de la Capital y el Sur provenía de su concentración en la explotación ganadera y maderera y luego la azucarera, caracterizándose las tres por la explotación extensiva, en base al uso de mano de obra barata y la concentración de grandes latifundios en pocas manos. El azúcar requiere además una gran inversión de capital, a diferencia del tabaco que se produce en pequeñas parcelas y en base a negocios familiares de poca inversión. Abad, pocos años antes, en 1889 había apuntalado que “el tabaco, más que ninguna otra planta industrial, es un cultivo de familia… es un cultivo propio para crear un núcleo de pequeños propietarios agrícolas”. El Partido Azul, liberal, demócrata, era fuerte en el Cibao del tabaco y el Rojo, conservador, buscador del proteccionismo extranjero, tenía su fuerza en el Sur ganadero, maderero y productor de caña.

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A los cuarenta y cinco años de la famosa frase de Bonó, la misma fue repetida por el sabio antropólogo cubano don Fernando Ortiz, en su famosa obra “Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar”. La ecolocuencia de Ortiz es inigualable en este análisis que contrasta el azúcar y el tabaco. Oigámosle:

“El tabaco nace, el azúcar se hace. El tabaco es oscuro, de negro a mulato; el azúcar es clara, de mulata a blanca… dulce y sin olor es el azúcar; amargo y con aroma es el tabaco. ¡Contraste siempre! Alimento y veneno, despertar y adormecer, energía y ensueño… apetito que se satisface e ilusión que se esfuma, calorías de vida y humaredas de fantasía, indistinción vulgarota y anónima desde la cuna, e individualidad aristocrática y de marca en todo el mundo. Medicina y magia, realidad y engaño, virtud y vicio…”

En lo económico, Ortiz enfatiza: “Cuidado mimoso en el tabaco y abandono confiante en el azúcar, faena continua en uno y labor intermitente en la otra, cultivo de intensidad y cultivo de extensión, trabajo de pocos y tarea de muchos; libertad y esclavitud, artesanía y peonaje; manos y brazos, hombres y máquinas, finura y tosquedad. En el cultivo, el tabaco trae el vegueria y el azúcar crea el latifundio… Soberanía y coloniaje, altiva corona y humilde saco”.

Don Fernando agrega: “En el tabaco hay siempre algo de misterio y sacralidad, el tabaco es cosa de gente grande… Fumar el primer tabaco, aunque sea a hurtadilla de los padres, es como rito de ‘passage’, el rito tribal de iniciación a la plenitud cívica de la varonía; … el azúcar, en cambio, no es cosa de hombres, sino de niños, algo que se les da apenas paladean, como un simbólico augurio de dulzura, para su existir”.

Ortiz sigue arremetiendo: “El mejor fumador busca el mejor habano, el mejor habano la mejor capa, la mejor capa la mejor hoja, la mejor hoja el mejor cultivo, el mejor cultivo la mejor semilla, la mejor simiente la mejor vega… Por eso la agricultura del tabaco exige tanta meticulosidad; al revés de los cañaverales, que piden poca atención. El veguero debe cultivar su tabaco no por plantaciones, ni siquiera mata por mata, sino hoja por hoja, no está el buen cultivo del buen tabaco en que la planta dé más hojas, sino en que estas sean mejores. En el tabaco lo principal es la calidad; en el azúcar la cantidad. El ideal del tabacalero, así del cosechero como del fabricante, está en la distinción; que lo suyo sea único, lo mejor; el ideal del azucarero, así del cultivador como del hacendado, está en que lo suyo sea lo más: más caña, más rendimiento, más guarapo, más bagazo, más tacho, más centrífuga, más polarización, más sacos y más indiferencia de calidad para acercarse, a través de las refinerías, a un simbólico cien por cien de química pureza, donde se pierde toda distinción de oriundez y de clases; y donde la madre remolacha y la madre caña son olvidadas en la idéntica blancura de sus hijos por igualdad química y económica de todos los azúcares del mundo, los cuales, si son puros, por igual endulzan, alimentan y valen”.

En fin, don Fernando nos muestra como el trabajo del azúcar es simplemente un oficio y el del tabaco es un arte, o para usar sus propias palabras, recordando su origen taíno: “El tabaco es un don mágico del salvajismo; el azúcar es un don científico de la civilización… El tabaco fue de América llevado; el azúcar fue a la América traído… En la producción del tabaco predomina la inteligencia; ya hemos dicho que el tabaco es liberal cuando no revolucionario. En la producción del azúcar prevalece la fuerza; ya se sabe que es conservadora cuando no absolutista… La producción del azúcar, repitamos, fue siempre empresa de capitalismo por su gran arraigo territorial e industrial y la magnitud de sus inversiones permanentes. El tabaco, hijo del indio salvaje en la tierra virgen, es un fruto libre, sin yugo mecánico, al revés del azúcar, que es triturada por el trapiche. Esto ha tenido enormes consecuencias económicas y sociales”.

Incluso en los aspectos culturales, Ortiz explica cómo: “La lectura no cabe en los ingenios de azúcar, en cuya casa de calderas no se pueden escuchar voces humanas. Ya ni se oyen las rítmicas canciones de trabajo con que antaño los esclavos daban ímpetu y ritmo a sus faenas en los trapiches, en las fornallas, en los entongues y en las bagaceras. Hoy día el ingenio es un monstruo mecánico que al moverse produce una ensordecedora sinfonía de rodajes, prensas, bielas, engranes, émbolos, pistones, válvulas, centrífugas y acarreos, con escapes de vapor que parecen rugidos de fiera y con silbidos estridentes como de sirenas enfurecidas. En el tabaco, en cambio, la galera del taller puede permanecer silenciosa si se acalla el vocerío de las conversaciones. El manipuleo del tabaco se hace por los torcedores sentados en sendas mesas, unos junto a otros, como escolares que hacen repaso de sus libros en el colegio. Por esto ha sido posible establecer en las tabaquerías una costumbre tomada de los refectorios de los conventos y de las prisiones, cual es la de la lectura en alta voz para que la oigan todos los operarios mientras dura su tarea en el taller”.

Así vemos como el tabaco es oriundo de nuestra isla, jugó un papel importante entre nuestros indios y fue desde aquí que se difundió a Europa. Su producción es un arte, requiere mano de obra diestra y producción a escala familiar en tierra totalmente en manos nacionales. En el caso del azúcar, en contraste, utilizamos mucha mano de obra extranjera. Incluso por muchos años luchamos por cuotas azucareras en un esfuerzo que efectivamente coartaba nuestra soberanía.

Con mucho, la caña y el tabaco explican las grandes diferencias políticas, sociológicas, raciales y económicas entre los habitantes de nuestra costa Sur y el Valle del Cibao.

Finalmente puede decirse, sin lugar a dudas, que el tabaco ha sido siempre más dominicano que el azúcar, por su nacimiento, por su espíritu y por su método de producción, industrialización y mercadeo.