Las noticias de los últimos meses nos muestran claramente que la familia dominicana, en la medida que su población abandona el campo para asentarse en los arrabales de las ciudades, su honestidad proverbial se quiebra a consecuencia del distanciamiento de sus miembros, del hacinamiento y la violencia prevalecientes en nuestro medio, y se van incrementando los embarazos prematuros, los abortos y los feminicidios.
Estos tres fenómenos guardan estrecha relación con una manifestación típica de nuestra sociedad: el machismo a ultranza, que induce el acoso a que someten con frecuencia a menores desde su infancia, por sujetos desaprensivos que viven en el entorno de muchos vecindarios, e incluso parientes cercanos o de la pareja actual de la madre, o bien de la misma escuela donde estudian, cuando no los “riquitos” del barrio, con dinero muchas veces mal habido.
Esa cultura machista de violencia y promiscuidad es un campo fértil para la violación de muchachas adolescentes, e incluso de menores, que aprovechan su soledad mientras los padres trabajan; o lo que es prácticamente lo mismo, las “convencen” con regalos y promesas que a su tierna edad las deslumbran, pues estos suenan a felicidad o liberación de la probable situación en la que viven.
El resultado de esos acosos y violaciones, junto a la lenidad de policías y fiscales cuando se hacen denuncias, porque en el fondo estos cohonestan ese tipo de comportamientos que usualmente lleva a las embarazadas a aceptar los hechos de su maternidad forzada o del aborto provocado, muchas veces sin las condiciones mínimas de higiene quirúrgica
Embarazos de menores, abortos provocados, relaciones de pareja disímiles con infidelidades y prostitución más o menos disimuladas, y violencia doméstica, que son el caldo del cultivo de la epidemia de feminicidios a que estamos asistiendo; los que no pueden ser controlados a través de policías y fiscales corruptos o cómplices, sino con un esfuerzo de largo aliento para restaurar la estabilidad de la familia dominicana.
En esos casos debe permitirse, con los controles adecuados, que médicos calificados puedan interrumpir en su etapa embrionaria embarazos como los mencionados en sus primeros meses, cuando pongan en peligro la vida de las madres, o cuyos fetos corren peligro de ser mal formados, además de que sean producto de incestos y violaciones, como se acepta en casi todo el mundo, incluso en países muy católicos, como Italia y España, los de mayoría protestante como en Estados Unidos, Alemania y Suecia; los cristianos ortodoxos como Rusia y Grecia, y países musulmanes como Pakistán y Arabia Saudita.
A ese respecto, las Naciones Unidas han declarado que “el acceso al aborto seguro y legal es un elemento central para el cumplimiento de los derechos humanos de las mujeres”. Impedir esos abortos en el país no es solo ridículo a estas alturas del siglo XXI, sino que crea verdaderas tragedias familiares que tienden a multiplicar las desigualdades y la creación de los problemas que agobian a las clases dominicanas menos favorecidas.