El Ciudadano D

El Ciudadano D

“… el dominicano es el enemigo más poderoso que tiene el dominicano.”

Francisco Moscoso Puello, Cartas a Evelina, p. 94

Honestamente, hay veces en que no entiendo a algunos colegas de mi profesión, o de áreas conexas. Profesionales que he admirado por largo tiempo y que, de repente, han desarrollado una miopía rayana en la ceguera. Gente que ha estado analizando la sociedad dominicana por años, décadas. Lo más reciente ha sido su actitud respecto del movimiento LGTB. Por un lado, de comprensión y apoyo como grupo minoritario que exige reconocimiento y respeto, lo que está bien. Pero igual lo siguen en su deseo de imponer –el término es exacto- una ideología a la colectividad, una ideología que se puede resumir en dos palabras: “lo que yo quiera está bien”. Esta ideología pretende ser una prolongación de los derechos humanos. Tengo derecho a la vida, a la intimidad, a profesar la fe que se me antoje, etc. Continuando con esta secuencia, tengo derecho a salir en cueros a la calle sin que nadie me diga nada ni que de nada se me pueda acusar. Salir desnudo a la calle -por hacer una caricatura del asunto- es un derecho fundamental del individuo libre. Y criticarlo o procesarlo, una violación de sus derechos. De lo razonable caemos en el disparate.

Desde que el hombre y la sociedad empezaron a ser objeto del pensamiento científico, es decir, desde hace dos mil años, resulta bastante evidente que todos y cada uno de los individuos en sociedad cede una parte de su libertad personal a cambio de la ventaja de vivir en ella. El salvaje puede andar desnudo en la selva, al cabo no tiene nadie que le diga nada. Otra cosa es el sujeto que vive en colectividad. Nace el mundo del derecho: la libertad de uno llega hasta donde inicia la libertad del otro. Hay necesidad de un Contrato Social para normar las relaciones entre los individuos, para establecer los límites de la intimidad y la libertad personal frente al derecho ajeno.

Por razones que sería prolijo intentar aquí, vivimos en un mundo en el que minorías de todo tipo intentan imponer su agenda a la mayoría. Esto, por supuesto, provoca fragmentación y caos, que se refleja en crispación, confrontación y violencia entre los grupos en conflicto. No hay necesidad de argumentar en términos morales pues con verlo en términos mecánicos es suficiente. La perspectiva moral, no obstante, es completamente válida pues la moral es la que en última instancia legitima las acciones. No significa esto que sea la moral estática ni “moralista”, es decir, puritana. La moral puede ser licenciosa (en nuestro país, por ejemplo, las relaciones informales son perfectamente aceptadas y asimiladas), y sigue siendo la moral. A lo que voy es que no hay sociedad sin una moral, la que sea.

Entonces mis colegas plantean que en una sociedad de “haga usted lo que le dé su gana” se pueden tener los beneficios de la sociedad económica. En oposición, la principal tesis de H. Marcuse en Eros y Civilización es que la sociedad económica no es, no puede ser hedónica, aunque se mantenga el placer como cebo, como aspiración nunca alcanzada. La producción (sin la que no hay consumo) es organización, orden, disciplina, eficiencia, puntualidad, rendimiento. Nada más opuesto al placer. El placer es relajación, seguridad, quietud, serenidad. Por supuesto que se hace lo uno persiguiendo lo otro, pero lo otro es la negación de lo uno. De ahí el estrés y la neurosis de la sociedad occidental.

Debía ser obvio (no lo es para mis colegas) que no hay todo sin partes, ni viceversa. Parte y todo son una unidad dialéctica. La sociedad hedónica tiene como unidad al individuo egocéntrico y la sociedad económica al individuo puritano (no encuentro mejor término). Podría pensarse que la mejor sociedad sería la de un individuo intermedio, medio hedónico a la vez que medio puritano, pero los medio caminos no son siempre posibles. ¿Cuál fue ese individuo en la sociedad norteamericana de los años cincuenta, la época más floreciente de esa economía? No hay que ir lejos para encontrarlo, lo tenemos en las películas de la época: el hombre sobrio, cortés, educado. Ordenado, puntal, trabajador, limpio. Casado, fiel, feligrés, cumplidor de sus deberes patrióticos, entre ellos pelear en la guerra. Y, no podía faltar, fiel pagador de sus impuestos. La mujer, por igual, con la diferencia de que se quedaba como ama de casa, fiel y hacendosa. Esta familia tenía dos hijos y un perro, una casa grande con jardín, y dos automóviles. Cenaban de vez en cuando con la pareja de vecinos o con una pareja del trabajo. Finalmente, viajaban en vacaciones todos los años. Esta familia era la célula del desarrollo económico, y su vida el sueño americano.

Decir promedio no es que todos sean iguales. De hecho, si hablamos de promedios es justamente porque no todos son iguales. No todas las familias eran la típica, pero no andaban muy lejos (estadísticamente se dice como que la varianza era pequeña). Siempre hay los atípicos. Grupos, familias, individuos. Sin embargo, si el perfil de la mayoría es claro y su actitud decidida, los excéntricos resultan ecos lejanos en el paso avasallante de la mayoría. La mayoría que sustentaba la creación acelerada de riqueza económica.

Girando la mirada hacia aquí y ahora, ¿dónde estamos nosotros? ¿Quién es el que denomino el ciudadano D, el dominicano promedio? ¿Cuál es su físico? ¿Su peso, altura, color? ¿Cuál es su grado educativo? ¿De qué vive? ¿Cuáles son sus actitudes? ¿Cree en dios? ¿Tiene o piensa tener una familia, hijos? ¿Qué quiere para sus hijos? ¿Con quién socializa? ¿Qué piensa del país y del mundo? Ese ciudadano D, que conocemos y no conocemos a la vez, es la unidad de esta cosa que llamamos sociedad dominicana actual. Para bien o para mal. Y él es que dirá el camino porque el que nos iremos. Muy probablemente no el mejor camino, pero él es quien decide.

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