El civismo como virtud democrática

El civismo como virtud democrática

REYNALDO R. ESPINAL
En uno de nuestros más recientes artículos hicimos alusión al ingente desafío que implica no ceder a la peligrosa tentación de la indiferencia. Si tal actitud nos degrada y nos deshumaniza en nuestro ser individual, no menos cierto es que su posibilidad está siempre latente y es preciso estar ante ella en permanente actitud de vigilia. Como solía recordar Ortega y Gasset con su peculiar estilo de filosofar: “… A un tigre nunca le será posible destigrarse pero un ser humano tiene siempre ante sí la posibilidad de deshumanizarse…”

Lo antes dicho adquiere una singular relevancia en lo que respecta a la posibilidad del arraigo y vigencia de la cultura democrática. Y esto así, porque como gustaba de decir siempre el gran filósofo moral español José Luis Aranguren, la democracia, “… más que un régimen político es un estilo de vida…” De lo cual se desprende que más allá de esas ocasiones especiales en que los ciudadanos ejercer sus derechos democráticos una vez cada cuatro o más años – elecciones, reformas constitucionales, entre otras-, construir la convivencia democrática es una tarea de orfebres que laboriosamente trabajan cada día contribuyendo a ordenar la “Polis”.

Ejercer de “Ciudadanos” era para los griegos connatural a su vida misma. De ahí que la pena mayor que alguien podía recibir era el “destierro”, o sea el castigo del “ostracismo”.Abundan a este respecto los testimonios de ciudadanos ilustres que prefirieron la muerte al destierro. El desterrado temía, más que la muerte, ser privado de su participación en el gobierno de la ciudad, del debate en el “ágora” donde se ventilaba a través de la libre discusión todo aquello de lo que dependía la felicidad pública.

Aún con las imperfecciones que les eran connaturales, siempre es saludable remontarse a los griegos. Y ello dista mucho de ser una nostálgica añoranza. Es que precisamente la principal amenaza que pende siempre,- y hoy más que nunca, sobre la democracia, es la frialdad de los ciudadanos, la abulia hacia lo público y su sustitución por un refugio egoísta e intimista en la vida privada.

Es lo antes dicho lo que justifica la improrrogable tarea de educar para la participación. Sólo ello impedirá la emergencia de lo que Vitoria Camps y Salvador Giner han denominado, con bastante originalidad, como “Polizones Democráticos” o “Polizones sociales”.

Según tales autores un “”…un polizón social- y especialmente si mora en una democracia- es aquella persona que se beneficia de sus ventajas sin aportar nada a ella.”… Y adviértase que no se trata de aquellos ciudadanos y ciudadanas a quienes por encontrarse en estado de desventaja o indefensión merecen del estado asistencia y protección- que asistirles en este caso es un deber de humanidad y de justicia- sino el caso de aquellos “logreros” que pudiendo aportar de sí al bienestar público prefieren vegetar en un estado de “parasitismo social”.

Los que creemos en las virtualidades de la democracia – sin que ello implique dejar de hacernos cargo de sus debilidades e imperfecciones- hemos de asumir el reto de salvarla y fortalecerla a pesar incluso de los desaciertos cuando no de la rapiña y la estupidez de los partidos políticos, que más que intermediarios creíbles entre el estado y la sociedad han devenido en maquinarias electorales y en agencias patrimoniales para fomentar el ascenso social y el enriquecimiento ilícito.

No se precisa para ello de heroicos sacrificios. Cualquier ciudadano o ciudadana puede unirse a una junta vecinal, mandar una carta de protesta, unirse a una marcha cívica. Y sépase que esto sólo puede hacerse en democracia y no desde la intolerancia de personalismos mesiánicos, que ataviados con ropajes neopopulistas, no hacen más que recordarnos el ciclo fatídico de América Latina donde, parafraseando aquel sugestivo título del libro de Carlos Rangel, con no escasa frecuencia, se recicla el discurso del” buen salvaje” en el “buen revolucionario”

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