El código de los muertos

El código de los muertos

Mucha gente siente miedo o grima cuando se le menciona la palabra muerto. Si la mente es ocupada por la imagen de un fallecido creemos estar en presencia de una pesadilla. La pavorosa visión de una calavera genera terror ya que representa la antítesis de la vida, que es algo que todos pretendemos eternizar. Sin embargo, el cuerpo desanimado de una persona contiene en su totalidad, cual árbol centenario, las huellas dejadas en cada una las etapas del desarrollo del individuo. El trauma, las enfermedades, el estado nutricional, los hábitos y la cultura imprimen una marca en el complejo estructural del ser humano. Desde las últimas alteraciones corporales hasta las modificaciones intrauterinas de uno resultan registradas en el cuerpo humano. Mediante un detallado y meticuloso examen post mortem el patólogo puede traducir el testamento tipo memoria registrado en los órganos y tejidos del fallecido. Cual fiel músico, el anatomo-patólogo interpreta las notas grabadas en el pentagrama existencial. Debe dicho especialista reproducir con fidelidad y apego ético, sin saltos, ni omisiones, el contenido del libreto. Ahí radica el fundamento biológico para aseverar que los muertos hablan. El patólogo forense es un investigador que debe orientar sus acciones a identificar la cadena de eventos causales responsables de provocar una reacción seriada que toma como base al individuo normal, siguiendo ordenadamente su entrada a la pirámide morbosa de la enfermedad o trauma, terminando en el vértice o cúspide del fallecimiento.

No debe asustarse, ni mucho menos acobardarse por las consecuencias de su descubrimiento, el cual, en ocasiones resulta desagradable para uno que otro vivo. Cuenta la leyenda que un novato investigador forense notó un bulto tapado en el oscuro sótano de una vivienda.

Lleno de curiosidad se acercó al objeto y como andaba a oscuras decidió encender un fósforo para iluminar la superficie de la envoltura.

Así pudo empezar a deletrear algo que había escrito. Fue leyendo lentamente y en voz alta, cada vez acercando más el cerillo: DI-NA-MI-TA. De más está decir que aquella lectura le resultó mortal. En más de una ocasión uno que otro aficionado forense ha pagado con su vida la osadía de leer el código secreto de uno que otro mortal. Al descubrimiento y análisis del genoma humano lo seguimos complementando con el fenotipo de los difuntos, quienes desde una pose rígida horizontal nos guiñen el ojo retándonos a leerles sus memorias grabadas en el disco duro del cuerpo material.

El problema social estriba en que uno que otro exigente oyente desea que se lo toquen con piano, violín, o flauta. Nosotros podemos interpretarlo también con guitarra, acordeón y saxofón, a ritmo de güira y tambora, como bachata o merengue; eso sí, sin saltar una sola página de la composición. Así desciframos el código de los muertos, a sabiendas de que, de vez en cuando a uno que otro jurista revestido de poder, le molesta el fiel y suave murmullo de la música de un difunto.

 

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