El Código de Trabajo no tiene la culpa

El Código de Trabajo no tiene la culpa

Las grandes discusiones jurídicas parecen, a simple vista, disputas sobre términos, sobre palabras. Pero, en realidad, cuando los juristas discuten, y la discusión es seria, están discutiendo sobre ideas, más que sobre palabras. Como afirma Gustavo Zagrebelsky, “lo que cuenta en última instancia, y de lo que todo depende, es la idea del derecho, de la Constitución, del código, de la ley, de la sentencia. La idea es tan determinante que a veces, cuando está particularmente viva y es ampliamente aceptada, puede incluso prescindirse de la ‘cosa’ misma, como sucede con la Constitución en Gran Bretaña […]. Y, al contrario, cuando la idea no existe o se disuelve en una variedad de perfiles que cada cual alimenta a su gusto, el derecho ‘positivo’ se pierde en una Babel de lenguas incomprensibles entre sí y confundentes para el público profano”.

Esta cita es pertinente ahora que algunos sectores empresariales afirman que una flexibilización de las normas laborales contribuye a que haya más y mejores empleos. Y es que aquí no es cuestión de reformar tal artículo del Código de Trabajo y mantener aquel otro, ni se trata tampoco de consensuar determinado aspecto y renunciar a otro. Es que estamos en presencia de un verdadero diferendo conceptual, de raíz, de fondo: hay quienes ven en la flexibilización laboral la vía más efectiva de activar el empleo y otros entendemos que ello conduce a hacer de la precariedad la norma fundamental laboral. En este sentido, si se quiere promover el empleo formal y digno, la mejor manera de hacerlo no es a través de la reforma laboral sino adoptando un conjunto de políticas públicas destinadas a estimular las empresas.

Tienen razón los empresarios cuando afirman que la mejor manera de activar el empleo es activar la empresa y que la mejor manera de activar la empresa es disminuir los costos de la actividad empresarial. Sin embargo, los costos que más inciden en la actividad empresarial no son los laborales sino los asociados a la energía eléctrica, al acceso al crédito y al capital, a la tributación y a las cargas parafiscales, y a los costos vinculados a la tramitología y a la corrupción. Es a la disminución de estos costos que deben estar dirigidas precisamente las políticas públicas de activación de las empresas y, por ende, del empleo, en lugar de al desmonte de las garantías laborales.

Por eso, la clave es luchar porque: (i) ninguna persona forme parte de una población residual, excedente y prescindible; (ii) no se deprima constantemente el nivel de los salarios fomentando el trabajo de inmigrantes ilegales y permitiendo que las empresas contraten impunemente mano de obra ilegal; (iii) las empresas puedan acceder efectivamente a un crédito en base a tasas razonables; (iv) los fondos de la seguridad social puedan ser invertidos en las empresas dominicanas más rentables y productivas, para que todos podamos ser accionistas, en un sistema de capitalismo popular, de esta gran empresa que es República Dominicana; (v) el sistema tributario promueva la inversión, el ahorro, la productividad y las exportaciones y no descanse exclusivamente en los asalariados y en las empresas y profesionales transparentes; y (vi) se reprivatice y reforme estructuralmente el sector eléctrico, para fomentar en la población la cultura de pago de la energía, las energías verdes y alternativas y la generación eficiente y a costos razonables y no distorsionados.

Lo anterior no significa que no deba sancionarse el litigio laboral temerario y que no sea válido modificar la jornada laboral. Ahora bien, toda reforma laboral debe partir de que: (i) la garantía de los derechos laborales permite reforzar la autonomía contractual de los trabajadores, su fuerza negociadora, para que no se vean constreñidos a aceptar cualquier condición laboral impuesta por los empleadores; y (ii) el principio del no retroceso social, reconocido por nuestro Tribunal Constitucional (Sentencia TC 93/12), vuelve inadmisible todo recorte de los derechos fundamentales del trabajador que no sea compensado por garantías sustitutorias efectivas.

En este sentido, procede una reforma laboral, pactada por el empresariado y los trabajadores, tendente a: (i) modificar la jornada de trabajo en base a un tope de horas anual que permita planificar el trabajo en base a los ciclos de la producción; (ii) hacer efectiva la conciliación; (iii) regular las relaciones laborales atípicas; (iv) sancionar el litigio temerario y abusivo en materia laboral para acabar con las mafias y el terrorismo judicial laboral que azota a las empresas; (v) promover los planes voluntarios de igualdad y no discriminación en las empresas mediante un sistema adecuado de incentivos fiscales; y (vi) proteger los derechos fundamentales del trabajador en tanto persona (dignidad, honor, intimidad, no discriminación, etc.). Una reforma laboral como esa es constitucionalmente admisible y políticamente viable en la medida en que no pone en juego los derechos y garantías de los trabajadores, al tiempo de proteger a las empresas y no pasar por alto lo que es fundamental: el Código de Trabajo no tiene la culpa de la palmaria incapacidad del actual modelo económico dominicano de generar empleos formales y de calidad.

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