El Colegio Santa Ana, un monumento a la educación empotrado en la Zona Colonial

El Colegio Santa Ana, un monumento a la educación empotrado en la Zona Colonial

POR MINERVA ISA
Dos inteligencias, dos voluntades y una férrea determinación insuflaron vida a un monumento educacional empotrado en la Zona Colonial, el colegio Santa Ana, vetusta y sólida institución con más de sesenta años que no ha sido corroída por el mercantilismo ni desterró de sus aulas a Carreño y sus valiosas enseñanzas de moral y cívica.

Un sueño de dos veinteañeras enamoradas del arte de educar, que pervive sin doblegarse en el tiempo como las joyas arquitectónicas atesoradas por el añejo sector de Santo Domingo. Un legado de Elena y Caridad Castro Colón, alfareras con singulares dotes pedagógicas, diestras en moldear mentes dúctiles y repujar el carácter, en cultivar intelectos y despertar conciencias, labor paciente de dilatado aliento potenciando las capacidades de sus alumnos hacia la excelencia académica y humana.

Elena y Caridad, reciedumbre y ternura, cincuenticinco y treinticinco años de ininterrumpida docencia, respectivamente, maestras ejemplares templadas por la disciplina, muy jovial y jocosa la primera, en contrapeso ante la recia personalidad de su hermana menor, sumamente recta, productivamente inquieta. Sus temperamentos diferían, no así su acendrada vocación por la enseñanza, pasión intensa, absorbente, avasallante, tanto que ambas optaron por una soltería que posibilitó la entrega plena, la consagración a tiempo completo a ese apostolado.

Las «hermanitas Castro Colón», como las llamaban, pertenecían a una familia que ha sido paradigma de maestros. Durante decenios vieron crecer a sus pequeños pupilos, convertirse en jóvenes y adultos con una fuerte raigambre de principios y valores éticos y morales, arraigados mediante un modelo educativo que no se ceñía meramente a lo académico. Asumían roles de madres y de guías espirituales, haciendo del colegio una continuidad del hogar, propiciando una formación cristiana, humanista.

Consejeras, orientadoras que reformaban conductas con la palabra y con el ejemplo, Elena y Caridad eran a su vez el fruto de una prestigiosa entidad educativa, la Escuela Normal Superior, entonces dirigida por una maestra de maestras, la profesora Urania Montás.

Como sus hermanas Josefa, Rosa, Consuelo, Cristina y Estela Castro Colón, se formaron bajo la égida de educadoras que se eregían en modelos sociales con un rol protagónico no sólo en las aulas, también en el seno de la sociedad. Eran prototipo de las maestras normalistas de noble estirpe, herederas de los postulados pedagógicos de la gran poeta y educadora Salomé Ureña de Henríquez y de su maestro, Eugenio María de Hostos, empeñado durante aquellos tiempos de montonera en proclamar la única revolución que no se había librado en República Dominicana: la de la educación, única capaz de redimir a los pueblos, de liberarlos del subdesarrollo.

Mientras estudiaban impartían clases particulares en hogares de Gazcue, a quien las convenciones sociales imperantes en una época de costumbres victorianas, conminaban a llevarlas y buscarlas al término de la docencia.

Al graduarse de maestra normal en 1940, Elena fundó una escuela-hogar, nido de alfabetización en el que niños y niñas de la vecindad descubrieron la magia de la lectura y la escritura. Con sus sillitas a cuestas, atravesaban cada mañana las angostas calles de la Zona Colonial, San Carlos, Ciudad Nueva y Gazcue, pulcramente ataviados, externando sus caritas candorosas el respeto y afecto a sus maestras. Llegaban a pie, algunos de manos del padre o de la madre, muy pocos en carros, algunos residentes en Gazcue, donde se concentraban las familias más pudientes.

La buena calidad de la enseñanza pública no había propiciado la privatización de la educación, signándola con extremas desigualdades, separando el alumnado entre ricos y pobres. Dentro del aula, las barreras sociales desaparecían. Las hijas de un funcionario o de un embajador compartían con el vástago de una vendutera de la zona y numerosos muchachitos que asistían sin paga alguna. Lucrarse nunca estuvo en la agenda de Elena y Caridad, rectoras de una entidad que predicaba con hechos la solidaridad, siempre presta a ayudar a los necesitados.

«Cuando los padres le decían que iban a retirar a los niños, porque no podían seguir pagando, decían que no, que tenían que continuar en el colegio», expresa su sobrina y actual directora del plantel, doctora Miguelina María Castro.

Entre los viejos papeles, fotos y cartas con los que la nueva directora intenta reconstruir el pasado, aparece un recibo de pago de RD$7.00 al mes que data de 1965. En sus primeros años la tarifa no rebasaba los dos y tres pesos mensuales.

«La mayoría no pagábamos, éramos becadas por la Señorita Elena. Cuando ella se enteraba que un padre perdía su trabajo le mandaba a decir a la familia que sus hijos no iban a salir del colegio», reafirma la ex alumna Alba Castillo Faneyte al evocar con veneración a sus maestras.

Alba rememora las veladas, su actuación como baronesa, su participación en «La Hora Escolar», un programa dominical transmitido por Radio H I N, en el antiguo edificio de Correos, de la calle Isabel la Católica. Intervenían escuelas y colegios, cuyos profesores difundían mensajes orientadores a los estudiantes o a los padres, mientras alumnos y alumnas demostraban sus dotes artísticas, declamando poesías o vocalizando canciones escolares.

El escuela-hogar fue el germen del colegio Santa Ana,  oficializado por la Secretaría de Educación en 1945. Operaba con máxima eficiencia bajo la dirección de Elena, asistida por Caridad y sus otras hermanas. Un pilar de la entidad fue su hermano Ricardo Castro Colón, con gran pericia en matemáticas, muy formal y cordial, correctamente ataviado con saco, corbata y sombrero de fieltro. Prodigaba afecto a los alumnos, pero exigía respeto, no transigía con el orden y la disciplina.

Su sede, en la calle Santomé número 23, una antigua casona de paredes anchas, techo alto con vigas de caoba, patio interior y traspatio con flores y frutales, por donde correteaba la muchachada en el recreo, atraídos por el olor que despedían los hornos de la Panadería Quico, casi al frente. En una enramada, enseñaba las primeras letras a los pequeñines la señorita Cristina, amorosa en el cuidado de sus párvulos, muy enfadada cuando los muchachos corrían tras los mangos y mamones.

Aulas impecables, orden, disciplina, enmarcaban la docencia, una educación integral que abarcaba lo intelectual, físico y emocional. Una labor sistemática que vencían la rutina y la abulia, de alcance a largo plazo inculcando valores, enseñando derechos y deberes, el amor a los símbolos patrios, la importancia de la austeridad, del ahorro, el estudio y el trabajo, de la higiene y los buenos modales. Los viernes hacían énfasis en el aseo, una enseñanza teórica y práctica, pues registraban la cabeza para ver si tenían piojos, las orejas, el cuello, las uñas y todo su atuendo.

Las clases se impartían en dos tandas, mañana y tarde. En ordenadas filas y absoluto silencio, los alumnos cantaban un himno a la bandera al subirla y bajarla, tarea reservada a los de mejor conducta. Sus voces se difundían por la vecindad: Baja, baja, bandera querida, que flotastes frente al sol con dignidad, baja, baja gloriosa bandera que encierras honor y libertad.

Después de una plegaria introductoria, el pase de lista, cientos de nombres de diversas promociones se escucharon en el transcurso de más de sesenta años: Roberto Saladín, Oscar de la Renta, José Antonio González Cano, Purita Sánchez, Franklin Almeyda, entre otros que han alcanzado altos relieves en la sociedad dominicana.

El riguroso aprendizaje se compartía con la conmemoración de efemérides patrias, tradiciones y festividades religiosas, procesiones y desfiles, impecables con sus uniformes de gala y sombreritos blancos. Un acontecimiento social eran la fiesta de Santa Ana, las veladas navideñas y belenes, las ofrendas florales de mayo a los pies de la Virgen María en el Convento de los Dominicos, su coronación el último día de ese mes, cuando vestidas de ángeles le dedicaban cánticos y poemas.

El prestigio del colegio se consolidó rápidamente y su bien ganada reputación atrajo nuevos alumnos. En 1960 construyeron un confortable edificio de catorce aulas, dotado de biblioteca, salón de actos y laboratorio.

Los padres vieron con regocijo que los alumnos del octavo no tendrían que abandonar el plantel, en 1968 incorporaron el bachillerato, dirigido por Elena con un elenco de experimentados profesores de diferentes liceos de Santo Domingo, entre los que figuraron María de los Angeles González Pérez, su ayudante; Ricardo Castro Colón, Rosaura Martínez, Cecilia Rones y Rosa García Mella. La secundaria se afianzó, pero la enfermedad minaba las fuerzas de su directora.

NO DEJEN CAER EL COLEGIO

Su voz era apenas audible: «No dejen caer el colegio, no lo dejen caer», una exclamación del alma, postrer anhelo externado por Caridad a Elena aquel 25 de agosto de 1975 en que la muerte ponía fin a un magisterio ejemplar hasta el último aliento.

Como un eco, esas palabras retumbaban en la mente de Elena, que honrando la memoria de su hermana, desplegó un esfuerzo sobrehumano para mentener el colegio sin desmedro de su calidad. Ella también enfermó, pero siguió adelante y en 1995 el cincuenta aniversario del colegio congregó en un emotivo acto en el hotel Sheraton a profesoras, alumnos y ex-alumnos, que en un cálido homenaje le testimoniaron su eterna gratitud. Hoy, más de seis decenios después, el colegio sobrevive, no así Elena, fallecida en 1997. Maestros y alumnos lloraron su partida, entre los que la despedían estaba su sobrina Miguelina, médico, que asumió el nuevo compromiso preparándose académicamente. Como subdirectora funge su madre Josefa Castro Colón, maestra normalista y farmaéutica, al igual que sus hermanas Estela y Rosa, quien ingresó a una orden religiosa.

Mientras Josefa enseñaba en el octavo curso, sus alumnas obtuvieron las más altas calificaciones de las Pruebas Nacionales, motivando que inspectores de Educación fueran a indagar al colegio cómo lo lograron. Sencillamente, con la experiencia acumulada por decenios, con su vocación y entrega.

En medio de radicales cambios culturales, sociales y educacionales, sorteando ingentes dificultades económicas, esta sólida institución prolonga su existencia impartiendo enseñanza del pre-escolar al octavo, fiel a la memoria de sus fundadoras, a sus enseñanzas, a su filosofía. Hoy, como sus monumentos arquitectónicos, sigue siendo parte del paisaje del Santo Domingo colonial, una joya invaluable de su patrimonio cultural.

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