El Conde visto por
uno de sus habitués

El Conde visto por<BR> uno de sus habitués

La solemnidad de la caída de la tarde es maltratada por la voz aguardentosa de Fabio El Policía,  en una canción de amargue difundida a todo volumen  por los altoparlantes de la tienda de discos La Guarachita,  cuando la bachata era un ritmo “maldito” que sólo escuchaban a escondidas las trabajadoras domésticas, los guardias y los campesinos.

Cinco esquinas abajo, jóvenes con barba, boinas y un libro de Jean Paul Sastre bajo el brazo, discuten sobre la irreverencia  de Marlon Brandon en  “El último tango en París” y el boom literario latinoamericano. Son dos incidentes sociales  unidos hace 35 años por una calle que es historia: El Conde.

Vio el inicio de la minifal da, de los hippies, y fulminó los patrones culturales donde para ir a la última tanda de un cine había que ponerse saco y corbata. La calle El Conde, en su tramo de poco más de dos kilómetros, es parte encendida de la historia dominicana.

En los últimos 25 años del pasado siglo 20, fue ese Conde no peatonal, sentimiento, corazón y paño de lágrimas de la Zona Colonial,  que se vio obligado a sepultar su pasado, al cerrar sus locales emblemáticos ante el paso inexorable del desarrollo de las grandes plazas comerciales, y la movilidad social de sus poetas y bohemios de discusión callejera.

En la periferia de El Conde, cuna de la moda, la intelectualidad y la belleza, estaban tres periódicos diarios, más de doce emisoras de radio, por lo menos siete de los principales cines de la capital,  y la llamada “calle de los Bancos”, la Isabel La Católica, que le cruza a la altura del Parque Colón. Todos se fueron de la Zona Colonial, para abrir trochas a nuevas experiencias.

Corazón de zona.  El corazón de la Zona Colonial estaba integrado por la Calle de El Conde, que entonces no era peatonal y el entorno del parque Independencia. El restaurante más emblemático del área era el Mario, situado en la calle Mercedes-Bolívar esquina Palo Hincado,  al lado de una reconocida farmacia de la época, y del local del Partido Revolucionario Social Cristiano antes de que se fusionara con el Partido Reformista.

El Mario, sitio de diversión de las familias más distinguidas de la época, tenía un exclusivo comedor donde en las noches se tenía que ir formalmente vestido, pero también contaba con la barra, donde se podía  discutir de pelota y política, o los laterales, donde  había cómodos sillones y los novios podían encontrar un momento de acercamiento.

El Mario cerró sus puertas cuando comenzaron los trabajos de remodelación de la muralla de la Zona Colonial,  donde hoy hay una zona verde llena de buhoneros,  frente a la  parada de las  guaguas que viajan a San Cristóbal. A unos 20 metros del Mario estaba El Sorrento, especializado en comida italiana,  pastas y  pizzas, las cuales  ofrecían en un local sofisticado, dentro de un ambiente  más familiar que popular.

Para la juventud de la época era obligatorio ir a Los Capri, de la Arzobispo Nouel, a saborear el helado de su preferencia, aunque siempre las opiniones se dividían en torno a si era mejor el servicio en Los Imperiales, de la calle Hostos.

La moda de la minifalda. Para la adolescencia, las chicas en flor y los galanes en desarrollo, el sitio obligatorio y de moda era la barrita de La Ópera, dentro de la tienda La Ópera de damas, en la esquina Conde con Duarte.

Allí se exhibieron  las primeras chicas en minifalda, rompiendo con la tradición del vestido  por debajo de las rodillas.

Ahora, la cuna de la joven intelectualidad, de la bohemia de dinero en efectivo –la tarjeta de crédito estaba en otro lugar– se dividía entre el Panamericano y el Roxi. Ambos tenían la pared frontal de vidrio, y los jóvenes profesionales e intelectuales de la época se disputaban las sillas  de mejor posición para estar atentos a la pasarela.

Y era que de cinco a siete de la noche, El Conde era el corazón de la moda. Las jóvenes más hermosas de toda la Zona Colonial acudían a la vía a exhibir la última moda, los peinados más sofisticados y el caminar más atractivo, mientras eran “devoradas” por la mirada de teóricos que se rendían ante tanta belleza.

Las tiendas de la época eran sitios obligados de reunión para quienes querían estar a la moda. El último grito de la moda de la época se podía conseguir en la López de  Haro, La Puerta del Sol, Cerame…

Pantalla grande. Los recuerdos más emblemáticos de la calle El Conde y su entorno los enmarcaron sus cines. El Rialto era la sala de la familia, con sus dos pisos de platea, donde para acudir a la última tanda había que ponerse saco y corbata, pero en la tanda “vermout”, los domingos a las diez de la mañana, podía ir en tenis.

Mi primera incursión personal  en la gran pantalla la tuve en el Cine Olimpia, ubicado en la calle Palo Hincado, en el matiné dominical de las dos de la tarde, viendo las aventuras de Tarzán.

El Independencia era  el refugio de los amantes del cine mexicano, mientras que en el cine Leonor se daban los grandes títulos desde “Persona”, de Ingmar Berman, hasta “Psicosis”, de Alfred Hichcock.

La joven intelectualidad no podía faltar al cine Capitolio, con sillones desvencijados, sin aire acondicionado y con ratones por doquier, pero donde se exhibían los grandes clásicos. Recuerdo ver en sus pantallas, raídas ya por el tiempo,   “Cómo matar un ruiseñor”, con Gregory Peck, o aquella joya sobre el racismo de Stanley Kubrick, “Fuga en cadenas”, donde Tony Curtis y Sidney Poitier, escapaban esposados por el Sur norteamericano.

El reloj  se paró.  El Conde  agonizó y murió el día que cerraron los cines: El Roxi, el Panamericano y la barra del hotel Comercial. Llegaban las plazas comerciales, la movilidad social y nuevos aprestos profesionales de los tradicionales teóricos.

Así, en los noventa, llega la despedida y el debut. Nuevas caras, nuevas modas,  nuevos restaurantes, tiendas que cierran. El peatonal saca a los carros y en la lejanía de una noche bohemia de El Conde con Sánchez se escucha a Frank Sinatra  saludando la  época que se abre paso:

“El final se acerca ya,
lo esperaré serenamente,
ya ves que yo he sido así,
te lo diré sinceramente.

Viví la inmensidad
sin conocer jamás fronteras
jugué, sin descansar
y a mi manera”.

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