Cuando sale a la luz una contundente acusación contra doce agentes policiales por haberse apandillado para cometer un gran robo de drogas y repartírselas, la sociedad queda ante una preocupante señal de insuficiencia en la prevención del crimen en el seno mismo del órgano más comprometido con la seguridad ciudadana.
Y cuando además, usurpadores del rol policial no identificados fueron capaces de montar en una carretera sureña y a la vista de todos, un puesto de registros de vehículos, un hecho que terminó costando la vida a un oficial de verdad y a un civil, emerge otra forma de deshonrar uniformes y agredir a la sociedad impunemente.
El prometido cambio de imagen para inspirar confianza en la ciudadanía parece poco viable cuando la propia institución no está alerta contra la capacidad de constituirse en asociación de malhechores que brota entre sus efectivos.
Halagaría el que se reaccionara profilácticamente como ocurrió ahora y ha sucedido antes, pero se trató de un descubrimiento casual facilitado por contradicciones entre los propios acusados de golpear al narcotráfico para su provecho.
Un éxito ensombrecido porque expone debilidad de controles sobre las condiciones personales al reclutar agentes, entrenarlos y llevar registro sobre sus actuaciones y calidad moral, dentro y fuera del cuerpo del orden que debe cuidarse de no germinar componendas contra las normas de sus operaciones y la ley.