El coraje de abril

El coraje de abril

PAULO HERRERA MALUF
Nací después del ‘65. No viví la dictadura de Trujillo, ni experimenté los tumultuosos años que se vivieron inmediatamente después de su aparente caída. Mientras el país padecía la violencia de los doce  años de Balaguer, mi niñez transcurría feliz y ajena a la represión de las calles, protegido por una familia estable que no se metía en política. Llegué a la adultez en los ‘80 de la desesperanza, y al hacerme profesional hube de dedicar toda mi energía a la supervivencia económica, siempre marchando a paso redoblado para evitar ser alcanzado por la nueva pobreza que generaban las crisis sucesivas.

Tal vez será por estas razones que cuando veo imágenes y escucho testimonios de la guerra de abril de 1965, me parece que estoy viendo y escuchando la historia de otro país. No de la República Dominicana. Y me sucede a pesar de que me considero una persona informada e interesada en lo que acontece a mi alrededor. Imagino que a muchos de mi generación les pasa igual.

Y es que, más allá de las ideologías, mi experiencia vital no me ha preparado para aceptar que alguna vez hubo en mi país la suficiente fortaleza de carácter como para que un colectivo amplio de personas salieran a las calles a defender una idea. Hay que decirlo. Esas fotos en blanco y negro de civiles armados de dignidad frente a un enemigo más poderoso no parecen pertenecer al país en el que vivo. Y esos recuentos de arrojo se siente hoy tan remotos que parecen haber sucedido en otra dimensión.

A menudo tengo la sensación de que estamos tan domesticados y anestesiados, que hemos llegado a negar lo que alguna vez fuimos. Incluso, las respuestas de la colectividad dominicana de hoy frente a la tensión social y al conflicto se parecen más al comportamiento de la sociedad subyugada por Trujillo que al enérgico activismo social que trancó el juego y culminó en la guerra civil.

Causas y circunstancias son diferentes, pero los efectos son muy parecidos.

En los tiempos de la dictadura y de los gobiernos represivos de Balaguer, las causas del silencio y la inmovilidad eran el terror y la intimidación que provocaba la posibilidad real de perderlo todo, incluyendo la vida. Hacer oposición en esas circunstancias requería personas de un temple excepcional, como en efecto lo fueron aquellos que la hicieron.

Hoy día, los dominicanos y las dominicanas seguimos casi tan callados e inmóviles como entonces; sólo que las causas presentes son la autocensura y el miedo físico al conflicto. Y las excepciones son tan escasas como honrosas fueron las de esos tiempos pretéritos tan críticos.

A final de cuentas, son miedos que paralizan. Pero unos, los de antes, fundamentados en peligros reales y otros, los de hoy, aprendidos durante décadas, a fuerza de ver lo que les sucedió a los que se atrevieron a levantarse. Las amenazas reales desaparecieron, pero el miedo queda en nuestras mentes como un espantapájaros virtual.

Una aclaración. No estoy diciendo que la realidad dominicana del presente requiere que sus ciudadanos y ciudadanas agarren un fusil y se lancen a las calles. Pareciera que esos tiempos ya pasaron. Pero si los métodos no tienen que ser los mismos, los problemas de hoy sí requieren de aquella firmeza de propósito. Y es esa valentía la que está ausente.

¿Será que sólo quedamos los pusilánimes? ¿Será que la violencia y la intolerancia acabaron con todos aquellos y aquellas que tenían el carácter para dar un paso al frente y dar la cara? ¿Será que ninguno de nosotros, los que quedamos, puede hacerlo?

¿Será que nos enseñaron demasiado bien a tener miedo? Aún en nuestras escuelas y universidades -donde se forjan las mentes jóvenes- disentir es sinónimo de conflicto y el conflicto representa únicamente desorden y caos, por lo que debe ser evitado a toda costa.

En algunas academias privadas, se llega al extremo de exigir como requisito de admisión la renuncia a priori de cualquier aserción libre; no vaya a ser que a algún cabeza caliente se le ocurra usar la suya para cuestionar la autoridad. Más les valiera obligar a los educandos a desencajarse el cerebro, dejarlo en la entrada del plantel y ponerse sobre los hombros una calabaza hueca en la que quedan los datos que certifican la aptitud para un oficio.

No es de extrañar, entonces, que nuestra joven población lo sea sólo de nombre, pues carece del más importante atributo de la juventud; que es la energía para romper los viejos moldes y proponer lo nuevo, lo mejor, lo diferente. No es de extrañar que, a pesar de que por primera vez en generaciones no estamos sometidos por sátrapas ni por potencias extranjeras, seguimos esclavizados, pero por nuestros propios temores y por nuestra propia conformidad.

¿A dónde se nos fue la capacidad de soñar un sueño y de pelear por él? ¿A dónde se fue el coraje de abril? Más vale que lo redescubramos, porque sin esa garra, jamás saldremos de este laberinto. Porque sólo siendo indómitos y bravos, sabremos volver a ser libres.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas