El costo de la corrupción

El costo de la corrupción

Hay conceptos en economía difíciles de aterrizar, a los que da lucha ponerles su valor en pesos y centavos. Los expertos hablan de valores intangibles cuando, por ejemplo, tratan de calcular el valor de mercado de una marca, no del producto o servicio en sí, sino del nombre. Los mercadólogos saben que una buena marca puede sobrevivir a un tsunami físico o económico. La Biblia dice que la buena fama vale más que el oro. Los expertos en bolsas de valores tratan de calcular cuánto pueden devaluarse monedas, bonos y empresas de países en los que aumenta la desconfianza en sus autoridades, jueces y leyes. Todavía no se ha medido el costo para un país del quiebre de la credibilidad de las autoridades frente a su propia ciudadanía; ni el costo de la falta de seriedad y credibilidad de la prensa y los medios de comunicación. Mucho menos se ha calculado el costo de oportunidad para un país de la malversación de fondos públicos y del uso impropio del tiempo que se paga a los funcionarios para hacer su trabajo en favor de la comunidad.

Hay estudios en que los ciudadanos reportan no utilizar los servicios públicos de seguridad, justicia, salud u otros por el hecho de no conocer acerca de la existencia o de su derecho a esos servicios, o por desconfiarse de la calidad e idoneidad de estos. Muchos no se molestan en llamar a la policía, ir ante el fiscal o el funcionario por el solo temor de presentarse en una entidad del Estado ante la cual el ciudadano no sabe interactuar con ella. Lo más costoso para un país probablemente sea la ilegitimidad de hecho en que cae el gobierno por el hecho de que la gente deja de creerle en algún respecto; cuando, de hecho, el Estado carece de fe pública, perdiendo capacidad de liderazgo y dirección y se deslegitima a sí mismo, independientemente de la ley en el papel. Cuando cualquier autoridad anuncia que combatirá tal problema, que hará aquella carretera, que controlará la delincuencia, si la población no confía, no le cree, ésta no va a cooperar ni aportar las conductas y actitudes que harían más eficaz y menos costosa la acción pública. La credibilidad del aparato público puede llegar a ser tan baja que el ciudadano puede verse a sí mismo como un ente apartado, marginado, no solo de la sociedad, sino frente al Estado mismo, el cual se ha hecho “ajeno” a la ciudadanía; contando poco su opinión tan solo el día de las elecciones. Nada puede ser más costoso económicamente que una situación de extrañamiento o enajenación recíproca entre Estado y ciudadanía. Peor aún, algunos pueblos reaccionan apegándose líderes mesiánicos, divinizándolos, y a santos y héroes populares. Conductas que, penosamente, tienen costos económicos y sociales fabulosamente mayores, aunque los econometristas aún no sepan cuantificar los costos de las mentiras populares, oficiales, sectoriales o comunicacionales. Confiamos en que Dios aplicará sus algoritmos y un día, a cada cual, y a todos, nos pasará la cuenta.

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