El costo de una democracia pobre y analfabeta

El costo de una democracia pobre y analfabeta

Días atrás, en un tribunal de trabajo al que asistí, se presentaron ante el juez dieciséis causas, las cuales fueron todas reenviadas para fechas futuras. Ese día, esa corte habría malgastado tiempo y recursos pagados con impuestos del contribuyente, y de los que buscábamos allí el servicio público de la Justicia.

Una persona iletrada tiene dificultad para conceptualizar, pensar en abstracto y hacer generalizaciones. Y no puede muchas veces visualizar las estructuras de las instituciones y su funcionamiento; ni de ver sus normas y valores abstractos. Un ignaro no puede fácilmente ver la conexión entre un sistema de valores o una serie de consecuencias futuras de un hecho histórico o personal. Es el desarrollo mental el que permite anticipar, predecir acontecimientos y hasta evitarlos, o hacerlos provechosos. Aún personas que fueron a la escuela, y a menudo profesionales, parecen tener una idea muy vaga del costo de su propia ineficiencia  individual, o la ineficiencia agregada de la oficina donde laboran, y su incidencia en la calidad de vida de todos los ciudadanos y de sus propias condiciones salariales. Las burocracias tienden al ritualismo (Merton), la pérdida de vista de los fines para los que han sido creadas, y encubren los costos de sus operaciones, más aún los de botellas y malversaciones. Pero nuestro pueblo, aunque mayoritaria y funcionalmente analfabeto, debido a sus precariedades económicas, tiene ciertas “experiencias y habilidades numéricas”  y por tanto podemos usar un atajo hacia su ignorancia mediante un uso cotidiano de los números para representar en índices o indicadores fáciles de entender, los rendimientos de la inversión pública, el gasto innecesario y el costo del tiempo que se pierde por torpezas y negligencias, y por sus propios descuidos, inobservancias y holgazanerías.

Podemos estar al tanto sobre cuánto cuesta cada servicio público por ciudadano servido, por trámite, diaria o mensualmente; si sumamos los sueldos, vehículos, computadores, equipos, materiales y otros gastos  de cada Ministerio, y los dividimos entre cada servicio, cada ciudadano beneficiado o servido, cambiaríamos todos, empleados y ciudadanos, las forma de usar los recursos del Estado. Sabríamos cuánto nos cuesta cada ley, cada norma o requisito para ser internacionalmente competitivos, o para mantener una democracia que funcione. Y cuánto costo implican las botellas, la falta de capacitación y de disciplina del personal y de los propios usuarios. Deberíamos tener un sistema de scores o anotaciones tipo béisbol, sobre el costo por actividad, hora, día, acción u operación, por cada trámite, proceso legal, cada  sesión de una cámara, comité, consejo o cabildo.

Y desarrollar indicadores del volumen de negocios e inversiones realizadas en el país por extranjeros, divididos entre el costo anual o mensual, para cada delegación diplomática o consular; y los ingresos y gastos  de los legisladores y las cámaras, entre las horas trabajadas y el número de leyes aprobadas.

El propio gobierno y varios observatorios deberían hacer esos índices, y publicarlos regularmente, de lo contrario  los dominicanos difícilmente  entenderemos el costo de nuestras deficiencias, ni lo que significa e implica ser eficientes y competitivos.

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