El Cristo de los cajuiles

<p>El Cristo de los cajuiles</p>

POR MIGUEL D. MENA
En los cumpleaños del que se ha ido, o en aquellos momentos donde uno reconoce esa extrañeza en el lugar en que se está, ya sea por el idioma o el paisaje, lo que consuela será el mangú o el sancocho o el bolero o el merengue de la infancia.

En París he visitado unos colmaditos haitianos en compañía del pintor Juan Mayí. En Burdeos encontré plátano y batata gracias a mi querida amiga y cineasta, Tanya Valette. En Madrid, en Cuatro Caminos, la aparición del Colmado Latinoamericano fue como encontrar una batería para un alma ya desfalleciente.

Al ir planeando sobre la Isla y doblar por la curvita de la Autopista Las Américas o por la carretera de Sosúa, aquello que uno encuentra en funditas en mercados africanos o asiáticos, aquí se podrá comprar en condiciones menos industriales y en su verdadera realidad.

Tendremos de frente al vendutero. No encontraremos un ventorrillo, porque eso ya fue barrido por la modernidad insular, pero sí al ventorrillero disfrazado de pequeño empresario con su carrito o su burro o su caballo.

Llegaremos al barrio o al ensanche o al condomio o a la urbanización y en la esquina siempre y en los semáforos será lo mismo. En medio de este paisaje hay una palabra que no deja de zumbarme: la dignidad del trabajo.

Vivo en San Carlos desde 1979. He pasado por Gualey y por Villa Francisca como si fueran la  Vía Láctea. En estos barrios he visto al panadero sudando a todo dar y vendiendo sus panes-camarones y sus panes con pasas. En esas infinitas tardes el nombre de «Gabina» –que es el de mi madre- ha ido sonando en todas las horas del día con una propuesta de que compre pescados, mondongo, frutas, víveres, y todo lo que ofrece el comercio de carretas y camionetas y latas en la cabeza. Esas mujeres y hombres vienen indistintamente de Villa Faro, de Villa Mella, de Pedro Brandt, de todos aquellos rincones donde la miseria pica y el sudor es el agua de bendición de un Espíritu Santo que medianamente premia esta decisión de sobrevivir tan dignamente.

Ahora tengo frente a mí a un personaje que vende cajuiles. Parece todo un Cristo. Hay que imaginarse el salir todos los días de la casa con ese palo atravesado y con esos ramilletes. El peso, la incomodidad, el tener que caminar, todo se conjuga para ganar al día ¿doscientos, trescientos pesos?

El cajuilero se mantiene en una forma física que no se consigue en los gimnasios ni en los cursos de dietética ni con el consumo de miel de vida ni en los centros vegetarianos para nuestros chicos new age.

En su rostro no hay rasgos de rudeza, aunque sí de dolor. Me gustaría poder preguntarle algo más que el cuánto vale, pero el espíritu no me da para eso. El señor cajuilero se sentiría reconocido por mis loas, se sentiría relativamente contento, si es que le pago algo más que lo que él me pide, pero antes y después y durante, se produce una sensación de agobio porque sólo puedo confirmar que estoy justo en el centro del país, en su nervio más íntimo.

El rostro del cajuilero es el más íntimo de los rostros de la dominicanidad.

Es difícil de ver. Nuestros escritores, salvo Federico Bermúdez y Juan Sánchez Lamouth, lo han visto muy pocas veces. Nuestros pintores, mucho menos. Incluso Yoryi Morel y Charito Chávez y Alberto Bass se acercarían más a unos motivos foklóricos que a unos que ahondasen en el alma: en sus cuadros no hay unos ojos que nos miren, el rostro de la miseria falta, el color de los trajes ahoga la claridad de los rostros.

En la música hemos tenido mejor suerte con Johnny Ventura y con Luis Terror Días.

Estamos frente a un concepto de dolor y de trabajo y de dignidad presente, bien presente, presentísimo, y sumamente oculto, también.

El señor de los cajuiles no será mencionado por las candidatas a reinas de belleza ni homenajeado en el Ayuntamiento ni será resaltado en los poemas ni cuentos de nuestros premios nacionales. Aunque todos gusten del cajuil, preferiblemente de los enlatados y saladitos si es que hay un cumpleaños, o de las pastas o de los potes que haga la tía, a pocos les causará impresión alguna el señor de los cajuiles.

Vivimos una modernidad perversa, donde lo público tendrá que rodar por el escenario o la pantalla. Lo esencial será la demostración de buenas costumbres, de grandes preocupaciones, de discursos redentoristas y abrazos a medio camino.  El no reconocimiento de esta realidad de cajuileros y niños y hombres descalzos es lo que nos impide asumir la Isla como una totalidad y una realidad. Ciertamente, los dominicanos estamos avanzando en los paisajes urbanos, en los índices económicos, etc., pero también nos estamos quedando como en aquellos siglos de miseria colonial.

En este cajuilero veo la forma de un crucificado.

En su camino hay cadillos, abismos, dolor. El tiempo de trabajo depende de la venta.

En su camino no hay seguridad ni derecho a la vejez ni contribuciones ni atenciones. Tal vez y con suerte le llegue una caja de navidad, con manzanas y peras y albaricoques, o alguna foto si es que el candidato de turno pasa por ahí o decide comprar algunos cajuiles.

Cuando veo algún gato en las páginas sociales me imagino la cantidad de caricias que habrá recibido y de elogios a su dueño.

Ahora, cuando veo a este Cristo de los cajuiles, tal vez el dulce que prepara Gabina tendrá otro sabor.

Sabrá a santidad.

http://www.cielonaranja.com
Espacio ::: Pensamiento
::: Caribe ::: Dominicano

Publicaciones Relacionadas

Más leídas