El Cristo trapecista

El Cristo trapecista

En el carro policial esperaban dos esbirros con fusiles. El agente empujó al estudiante en la parte trasera del automóvil de donde había salido uno de ellos. Al cerrar la puerta Miklós quedó atrapado en medio de los esbirros. -A prisa, a la comisaría, ordenó el policía. Al llegar al edificio la patrulla entregó a Miklós a un oficial que lo llevó amablemente a una celda enrejada que permitía ver los movimientos del preso. Cuatro horas más tarde un oficial entró en la celda. -Levántese del piso, gritó un oso que acompañaba al oficial. Cuando Miklós se incorporó recibió un culatazo en mitad del pecho y rodó hasta un rincón del calabozo.

-Sepa usted, mocoso, que mañana temprano será interrogado, aclaró el oficial; cerró la puerta y salió. Miklós, aturdido por el dolor, pensó que varias costillas rotas se habían clavado en sus pulmones. La bombilla eléctrica con rejilla, suspendida en el techo, no alcanzaba a iluminar enteramente la celda. Miklós, aterrorizado, desabotonó la camisa para examinar la contusión del culatazo. El Cristo había recibido el impacto del golpe; la piel estaba rota, rodeada de un enorme verdugón en forma de cruz. Al amanecer Miklós escuchó el ruido de botas que se acercaban por el corredor de la prisión. El mismo oficial y el mismo asistente que le había golpeado entraron juntos a la celda.

Miklós se protegió la cara con el brazo y presentó un lado de la espalda para evitar que el pecho reventara si lo alcazaba otro culatazo. -Vístase, ya no será interrogado, declaró el oficial. -¿Qué harán conmigo? murmuró Miklós. -Venga, lo llevarán de nuevo a su casa; ha sido una equivocación. La persona requerida por la oficina de seguridad del Estado es joven pero no se trata de un estudiante. Además, no concuerda el apellido.

Miklós, tendido en su cama, miraba el techo con los ojos hinchados por la mala noche. Su madre, sentada en una banqueta, extendía una toalla caliente sobre el pecho de Miklós. La mujer levantó la cabeza al cielo y luego, mirando a su hijo, en un susurro lloroso, dijo: -el Cristo te ha salvado. Y colocó el crucifijo otra vez en la pared. (Ubres de novelastra; 2008).

 

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