El cuadro de la cruz

El cuadro de la cruz

Sufridas las traiciones de Judas, Pedro y del mismo pueblo que una semana antes le ovacionaba “hosanna al que viene en el nombre del Señor” y ahora lo sustituye por un delincuente, Jesús inicia la ruta de su última batalla terrenal hacia el Gólgota, lugar en el cual los misterios de Dios tendrían su mayor manifestación.

Con su cruz a cuesta y la mirada atenta de los espectadores, encuentra a unas mujeres llorando por el escenario triste que les tocó observar, a decir, un hombre justo cargando la ignominiosa cruz que los injustos debieron cargar. Jesús se detiene en medio de su dolor y se dirige a unas mujeres, que entre sollozos escucharon al divino Maestro decir: “no lloréis por mi, llorad por vosotras y por vuestros hijos, pues si al árbol verde lo han tratado así, qué no hará con el seco”. Esta expresión refleja el cuidado de Dios hacia su creación, aun en los momentos que podamos considerar extremos en nuestras vidas.

Colgado en la cruz, víctima del castigo máximo y de la pena más vergonzosa de sus tiempos, entre dos malhechores, uno de los cuales moría en el pecado mientras el otro moría para el pecado al haber reconocido como Señor a quien moría por los pecados de la humanidad. Acompañado por pocos de sus seguidores, no se negó a padecer lo necesario para redimir al género humano de la esclavitud del pecado, ni apeló a su condición de Dios para evitar la copa que por voluntad del Padre le era necesaria tomar. Enmudeció y no dijo nada. Se dejó llevar como oveja al matadero, pues sin ese cuadro de la cruz la relación rota entre Dios y el ser humano, no hubiera sido restaurada.

Pronunciadas las siete expresiones con las que entregaba mensaje al cielo y a la tierra, expiró, y como estaba escrito, al tercer día resucitó con todo el poder y la gloria que eternamente le ha acompañado, constituyéndose así la resurrección, en lo definido por San Pablo como “la esperanza vivificadora de los creyentes, pues si Cristo no resucitó, en vano es nuestra fe”.

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