El cuidado no es un favor, ni una tarea privada que se realiza en silencio dentro de los hogares. El cuidado es la red invisible que sostiene sociedades enteras, la base invisible sobre la que se mantiene la vida misma. Sin quienes cuidan, ninguna sociedad podría sobrevivir. Y, sin embargo, en República Dominicana seguimos tratándolo como un asunto secundario y doméstico, lejos de la esfera pública y de las prioridades políticas.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en su Opinión Consultiva OC-31/25, ha reconocido por primera vez el cuidado como un derecho humano autónomo. Esto no se trata únicamente de garantizar guarderías o permisos parentales, también implica comprender que cuidar y ser cuidado forma parte del pacto social, que es tan esencial como la educación, la salud o la justicia.
El derecho a ser cuidado, el derecho a cuidar en condiciones dignas y el derecho al autocuidado constituyen ahora pilares jurídicos que redefinen cómo entendemos la dignidad y la igualdad. Este reconocimiento viene a saldar una deuda histórica con quienes, principalmente mujeres, han cargado sobre sus espaldas un trabajo que nunca fue reconocido, remunerado ni valorado, y que, sin embargo, sostiene el bienestar colectivo.
La Corte ha sido contundente al señalar que cuidar no es responsabilidad exclusiva de las familias ni sacrificio inevitable de las mujeres, sino una obligación compartida. En nuestro país, donde persiste la idea de que cuidar es un deber natural femenino, la transformación cultural comienza por cuestionar esas inercias. Supone que los hombres asuman su corresponsabilidad, que las empresas reconozcan que la productividad depende de sistemas de cuidado sólidos, y que el Estado entienda que invertir en este ámbito no es gasto, sino la más sólida política de desarrollo.
Nombrarlo como derecho es arrancarlo de la penumbra doméstica y situarlo en el corazón de la agenda pública, donde deben diseñarse políticas que lo garanticen y sistemas que lo resguarden. Es aceptar que la vida en comunidad no florece sin una ética compartida de cuidado. Y es en esa aceptación donde se mide, con mayor claridad, el verdadero alcance de nuestra justicia social.
Este reconocimiento de la CIDH pone en evidencia la universalidad del cuidado, ya que toda persona, en algún momento de su vida, necesitará ser cuidada. Desde la infancia hasta la vejez, pasando por la enfermedad o la discapacidad, todas las trayectorias vitales dependen de cuidados. Reconocerlo es un acto de justicia social.
El desafío ineludible es transformar la cultura, despojando al cuidado del estigma de carga y situándolo como bien común. Proclamarlo como derecho humano no debe entenderse como un gesto simbólico, sino como un mandato que interpela a todas las personas. Nos exige repensar la vida desde la interdependencia y reconocer que la verdadera medida de la justicia social de un país se refleja en cómo organiza sus sistemas de cuidado y en cómo dignifica y protege a quienes cuidan y a quienes son cuidados.