El precio a pagar por el desarrollo y crecimiento de nuestro turismo de playas y montañas no puede incluir daños a esos recursos preciosos, los que en algunos casos bordearían lo irreparable. En ocasiones se ha alegado que las autoridades medioambientalistas son lentas en aprobar inversiones que apuntalen tan importante fuente de divisas, empleos y demanda de productos locales para consumo de visitantes. Pero jamás debería aspirarse a que el Estado festine trámites y resulte débil en las condiciones que fija al capital. Estas tierras y aguas antillanas son frágiles. El ecosistema no debe ser sobreexplotado con presencia humana y de infraestructuras que presionen contra el equilibrio del desarrollo sostenible.
Los más recientes reclamos de que el Gobierno se apure en aceptar más presencia de centros vacacionales provienen de Samaná. Pero se ha sabido que por esos lugares a alguna gente le ha dato por levantar hoteles sin procurar que especialistas en la materia hagan estudios de prefactibilidad; y sobre todo sin la aprobación inicial de las autoridades sino que buscan crear una situación de hecho cumplido que presionaría a las autoridades y dificultaría negarles permiso si así procede. El secretario de Medio Ambiente, Jaime David Fernández Mirabal, ha dicho que no se va a plegar a ese juego. La ley es la ley, como bien entiende él. Su actitud es la que corresponde.
Sin luz y en un círculo vicioso
Una dañiña escalada de perjuicios se muestra con fuerza por los apagones. Sostener el servicio a base de subsidios es oneroso. El contribuyente paga con creces el desastre y el Estado desvía parte de sus recursos a tapar los hoyos de la ineficencia restando recursos a otros objetivos de sus elementales obligaciones. A esto se se agrega un mal que todos conocemos. El encendido en masa de plantas de emergencia duplica con ineficiencia el costo de la generación.
Muchos negocios, desde salones de belleza hasta industrias, y miles de hogares, quedan sometidos a un aumento de gastos para contar con electricidad, en adición al peso ordinario de la facturación que una parte de los asuarios regulares asumen. Es una paradoja que el país se cierre a sí mismo el paso hacia la corrección del problema energético infligiéndose un perjuicio adicional. La crisis energética compete a todos aunque sobre quienes nos gobiernan recae mayor responsabilidad.