El derecho a la vida

El derecho a la vida

JULIO CÉSAR CASTAÑOS GUZMÁN
Un espíritu de muerte campea por el mundo, cual vaporizo fétido del más rampante egoísmo que sofoca el amor y se burla del sacrificio. Las puertas del infierno no prevalecerán, nos promete Jesús; pero, el humo pestilente que se cuela por la rendija de sus batientes, ha estropeado la esperanza y calcina la ternura. Y Eva, «la madre de todos los vivientes», no quiere parir, se resiste a criar; mas Adán, confundido, se ha dejado enredar por el culto al placer que se opone al compromiso y la responsabilidad. Y su firmeza -necesaria- se ha tornado en flojera permisiva que corrompe su temple.

Es el aire de este siglo que favorece a Herodes; pero, aún más cruel que el propio tetrarca, persigue a los concebidos para destriparlos en el vientre de sus madres. Y las espadas imperiales, que alguna vez sirvieron para la guerra, se han transformado en tenazas y bisturí que desde los quirófanos modernos le sirven con alevosía a la propia muerte.

Procread y multiplicaos. Vida que releva la vida en la perpetuación de la especie. Es la esencia del mandato divino para someter la tierra. Sin embargo, una rebeldía que antepone las facilidades de una vida cómoda al cumplimiento del mandamiento no matarás, se encarga hoy de marchitar tantas flores; y, el árbol de la maternidad está sin frutos.

El venerado Juan Pablo II, en sus desvelos y sufrimientos, condenó enérgicamente los aires de este mundo por sus desmanes contra los más indefensos de la sociedad humana, que son los no nacidos; y, sobretodo, denunció esta «cultura de la muerte», que es su vez un contravalor que se opone al Evangelio de Jesucristo.

Los cambios en la legislación casi siempre son seguidos por cambios en la valoración social del acto, ya que, si la ley reconoce al aborto como legítimo, amparándolo de diversas maneras, es inevitable que la sociedad termine percibiendo el aborto como un derecho. Y, lo que es todavía peor, que llegue finalmente a considerar que los que se oponen a la legislación abortista le estén conculcando sus «conquistas». Estamos hablando, no nos engañemos, de un cambio cultural.

¿Estarían acaso limpias las manos homicidas de una sociedad que apruebe una legislación autorizando el asesinato de miles de inocentes? ¿Podría el criterio de que la mujer es dueña de su propio cuerpo atentar contra una criatura que ni siquiera ha tenido el derecho a defenderse?

Si hasta a los más peligrosos delincuentes se les reconoce la posibilidad de que se defiendan a través de un juicio justo. Entonces, cómo podría condenarse de antemano -sin juicio- al que de suyo no tiene culpa; cómo podría conculcársele, el Derecho de Nacer, al que de por sí todavía está limpio.

Tradicionalmente la humanidad ha reprobado el homicidio. Es el pecado abominable, de un hermano que le quita la vida a su hermano. Después de la expulsión de nuestros primeros padres del paraíso, el fratricidio o cainismo aparece con todas sus consecuencias. Pero ahora enfrentamos una situación diferente. Desde muchas direcciones brota la demanda por hacer legalmente aceptables, incluso protegidas, las formas más variadas de homicidio. El aborto, la experimentación embrionaria, el suicidio asistido, la eutanasia, la eugenesia «negativa» demandan sus derechos, y los países siguen el tortuoso camino de alterar la Ley, más aun de vaciarla de su sentido, pervertir sus contenidos, corrompiendo sus núcleos esenciales, para hacer que la legislación termine amparando el homicidio; o, más bien el asesinato, ya que, no habría nada más alevoso que un aborto.

Juan Pablo II ha dicho: «…una de las características propias de los atentados actuales contra la vida humana consiste en exigir su legitimación como si fueran derechos…y por consiguiente la tendencia a pretender su realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y agentes sanitarios».

Con gran realismo, Benedicto XVI nos advierte que «podemos observar una movilización de fuerzas en defensa de la vida humana en los diversos movimientos ‘pro vida’, una movilización estimulante y que permite abrigar esperanzas, tenemos no obstante que reconocer francamente que hasta ahora el movimiento contrario es más fuerte: la extensión de legislaciones y de prácticas que destruyen voluntariamente la vida humana, sobre todo la vida de los más débiles, los niños que todavía no han nacido».

Pero el talón de Aquiles en esta lucha «por la vida» está, a su decir, por una parte, en la postura de quienes afirman la necesaria separación entre las convicciones éticas personales y el ámbito político en el que se formulan las leyes: aquí el único valor que habría que respetar sería el de la total libertad de elección de cada uno, según las propias opiniones privadas; y, por otra parte, porque la convicción moral no tiene más valor que el de la opinión, y sería expresión de intolerancia querer imponerla a los demás mediante leyes.

En nombre de la libertad de quien tiene poder y voz, se niega el derecho fundamental a la vida de quienes no tienen la posibilidad de hacerse oír… allí la fuerza se ha convertido en el criterio de derecho. El nonato se encuentra en plena indefensión y desamparo. No tiene quien lo defienda, su propia madre o una situación estructural de pecado lo ha condenado a muerte sin tener culpa.

Nuestra Constitución –que todavía no se equivoca– establece claramente el Derecho a la Vida. Y el actual Código Penal penaliza el aborto como un crimen. Angelitos quiere el cielo; mas, no fruto de un atentado mortal contra el concebido y no nacido.

¡Legisladores, no se dejen confundir!, el pueblo que los eligió, la Nación dominicana que depositó en ustedes su confianza, aguarda expectante, para que no se cuele, despenalizando el aborto, el hálito macabro que deshace la vida de los nonatos.

En estos momentos dramáticos, la República Dominicana espera de todos ustedes, señores senadores y diputados, ante el desafío que plantean los trabajos puntuales de un nuevo Código Penal, la irrestricta defensa de la vida.

Defensa que a su vez esté custodiada por su buena conducta de hijos de Dios que un día nacieron por el favor divino, y que recibieron toda la luz de esta nación bendita, por el gran amor de sus madres… y la responsabilidad sus padres.

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