El derecho a tener derechos

<p>El derecho a tener derechos</p>

EDUARDO JORGE PRATS
El sociólogo Thomas H. Marshall no imaginaba cuántas confusiones se originarían cuando en 1950 definió la ciudadanía como “un status atribuido a quienes son miembros de pleno derecho de una determinada comunidad”. Con esa definición, se asoció al status de ciudadano el conjunto de derechos que, en sentido general, desde la Revolución francesa, se atribuyen a las personas, de modo que se asimiló el status de la ciudadanía política al status de la personalidad jurídica. Es por esa confusión subyacente en la doctrina sociológica de la ciudadanía que muchos hablan de “derechos ciudadanos” como equivalentes de “derechos fundamentales” o “derechos humanos”.

Pero lo cierto es que, conforme a los ordenamientos jurídicos positivos nacionales y supranacionales, los derechos políticos se atribuyen al ciudadano y el resto de los derechos fundamentales se confieren a las personas, independientemente de si son ciudadanos o no. Cuando se niega esto, cuando se confunde ciudadano con persona, como hace la sociología desde Marshall, se legitima la exclusión del sistema de derechos fundamentales de los no ciudadanos.

Más coherente nos parece la posición de Hannah Arendt cuando afirma que los derechos humanos parecerían no tener sentido al margen de la ciudadanía política. En efecto, “el ser humano que ha perdido su lugar en una comunidad, su status político en la lucha de su época y la personalidad legal que hace de sus acciones y de parte de su destino un conjunto consistente, queda abandonado con aquellas cualidades que normalmente sólo pueden destacar en la esfera de la vida privada y que deben permanecer indiferenciadas, simplemente existentes, en todas las cuestiones de carácter público”. En otras palabras, para Arendt, quien pierde el status de ciudadano queda reducido a la simple “bios” de Foucault, a la “nuda vida” de Agamben.

Esta tesis de Arendt fue acogida bien temprano por la jurisprudencia constitucional norteamericana, la que llegaría a decir, a través del voto minoritario discordante del juez Warren de la Suprema Corte, en el caso Pérez vs. Brownell (1958), lo siguiente: “La ciudadanía es el derecho básico del hombre, en cuanto es nada menos que el derecho a tener derechos. Suprímase ese bien inestimable y lo que queda es un apátrida, humillado y degradado a los ojos de sus compatriotas. No tiene derecho a la protección jurídica de ninguna nación, y ninguna nación afirmará sus derechos en su nombre”.

¿Podemos concordar con Arendt y admitir que la ciudadanía es el derecho a tener derechos? Pienso que no, pues confundir el status del ciudadano con el de la persona a lo que conduce es a negar la universalidad de los derechos fundamentales, condicionando éstos, como bien explica Ferrajoli, “a la ciudadanía con independencia del hecho de que casi todos, exceptuados los derechos políticos y algunos derechos sociales, son atribuidos por el derecho positivo -tanto estatal como internacional- no solo a los ciudadanos sino a todas las personas”.

La evidencia más clara de que son las personas y no los ciudadanos los verdaderos titulares del más amplio número de derechos es el empeño de los propulsores del Derecho Penal del enemigo por negar la cualidad de persona a determinadas categorías de seres humanos. Para Jakobs, “los enemigos no son efectivamente personas”. A estos enemigos, sean terroristas o narcotraficantes, delincuentes de cuello blanco o criminales internacionales, no hay que respetarles las garantías constitucionales mínimas que aseguran un proceso y pena justos. Se olvida así que, como bien señala Ferrajoli, “la razón jurídica del estado de derecho, en efecto, no conoce enemigos y amigos, sino solo culpables o inocentes”.

Pero por lo menos los teóricos del Derecho Penal del enemigo reconocen que la persona y no el ciudadano es el sujeto por antonomasia de la universalidad de los derechos fundamentales. Reservando las garantías constitucionales a los amigos y negándoselas a los enemigos, reconocen que el verdadero derecho a tener derechos es intrínseco a la persona y no al ciudadano. Pensar que solo el ciudadano tiene derechos a lo único que nos conduce es a un nacionalismo basado en “la exclusión del otro” (Habermas), pues, para tener derechos, habría que ser ciudadano, en tanto que la ciudadanía sólo tiene sentido si y solo si existen no ciudadanos.

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