Circa del 20 de agosto de 1930, la maestra normal y feminista sufragista Carmen González de Peynado, tituló su habitual comentario de la revista Fémina de la siguiente manera: “El derecho de la ciudadanía”, convirtiéndose en la pionera en instaurar una narrativa emancipadora más profunda, perspicaz y con agencias más abarcadoras que la del voto, en la conciencia pública que leía habitualmente la publicación petromacorisana.
¿Ser ciudadanas? ¿Por qué ampliaba el derecho al voto a una condición más plena, más amplia? Sin dudas, el significativo estatus político y civil implicaba participaciones en todos los estamentos políticos, sociales, económicos y religiosos. Dejar de ser sujeto del deseo y habitués de escenarios privados a tener voz, presencia, disidencias en espacios públicos.
Consciente de que era una petición de derechos amplia, pues colocaría las diferencias de las mujeres en rangos igualitarios al de los hombres (ya ciudadanos), acompañó esta solicitud -la cual ya se tejía en los círculos feministas coetáneos durante ocho años- de las debidas reformas que conllevaba; ilusa ante un nuevo participante en el fragor político -Trujillo- que prometía, en cada arenga, cambiar el derrotero patrio y hacerlas partícipes de sus obras y decisiones.
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Abiertamente, la también creadora del Día Nacional del Árbol (agencia que hizo circa de 1936, también en la revista Fémina), exigía una reforma a la Carta Magna y a todos los códigos legislativos que fueran necesarios “con la finalidad de que se conceda el derecho a la ciudadanía a las féminas dominicanas, tal cual lo han logrado los países amantes de la civilización”. En aquella época, según argumentó Carmen G. de Peynado, a los hombres dominicanos desde los 18 años, se les concedía este derecho –“el de votar”- sin importar sus aptitudes y la plena conciencia que tuvieran de sus deberes; es decir, letrados o no.
Es por esto que precisa que “la mujer dominicana sin esperanzas al derecho del voto estudia, progresa, y no tardará en desear tener iguales derechos políticos que el hombre”. Y se pregunta, “si los derechos políticos no se les concedieran sino a personas capacitadas mentalmente para hacerlo, ya sean hombres o mujeres, se formaría una mayoría consciente del sufragio, y no la inconsciente que hasta ahora se tiene en mucho de los países constitucionales de supuestas ideas democráticas”.
En fin, para la sufragista el derecho de la ciudadanía no debía ser exclusivo de los hombres “y prueba es que cuando un individuo comete una felonía o pierde la razón, sin que por eso pierda el sexo que la naturaleza le concedió, la ley le veta el derecho de la ciudadanía: luego el mandato de la ley no es cuestión sino de actitud y no un derecho propio del hombre por el mero hecho de nacer varón y así lo han reconocido casi todos los países donde la mujer se ha elevado intelectualmente a la altura del hombre, concediéndole iguales derechos civiles y políticos”.
Pese a esta petición de la sufragista, caso omiso hizo el nuevo gobierno, que devino posteriormente en una férrea tiranía. Y aún, a 94 años de su solicitud de reformas de códigos que desfavorecen a las mujeres, algunos “espíritus” legislativos desentienden la necesidad de ciudadanías plenas para fundamentar el desarrollo, la paz y la justicia social.