El desorden de su nombre, la mujer en la literatura en segundo grado

El desorden de su nombre, la mujer en la literatura en segundo grado

En “Grado cero de la escritura” (1953), R. Barthes teoriza la literatura como escritura, como objeto y como lenguaje. Tal si tendiera a transformarse en un objeto sin herencia, es decir, escritura neutra. Termina afirmando que “la multiplication des écritures institue une Littérature nouvelle dans la mesure où celle-ci n’invente son langage que pour être un projet : la Littérature devient l’Utopie du langage”. (OC, I, 224). Y G. Genette en “Palimpsestes. La littérature au second degré” (1982), se dedica a ver las relaciones intertextuales e hipertextuales de las obras literarias. Llega a la conclusión de que existe una variada relación textual no solo entre las obras literarias, sino que el mismo lector, como dice Riffaterre, establece una relación entre el texto que lee y otros textos ya conocidos.
En la narrativa dominicana, Mabel es un sueño. Tiene nombre de espíritu alado. Mabel es la mujer entrañable, la mujer buscada, huidiza. Sí, como Laura. Mabel inicia todo el desorden de los nombres de las mujeres que se relacionan y se entrecruzan en los textos literarios. Mabel pudo haber sido Circe, Electra, Venus, Dido, Helena, o tal vez Ariadna en el laberinto, o Eurídice víctima de la lamentable manía de Orfeo de mirar hacia atrás. Pero no, Mabel era un sueño, una mujer de agua. Un ser líquido que no ha podido competir con Linda y ese resurgir cada día en que salen a las calles los salarios. La inventó Ramón Lacay Polanco, en “La mujer de agua” de 1949.
Años después, Tomás Hernández Franco creaba a Anselma y Malena (“Cibao”, 1951), mujeres muy nuestras, duras, silenciosas, atrapadas en una relación de silencio y solidaridad en los momentos más adversos. Hernández Franco ya había dado a la estampa la fémina literaria emblemática: Yelidá, resumiendo en ella todo el sentido mestizo de nuestra identidad racial. En otros lugares, Malena tiene nombre de tango o de película. Sin embargo, las mujeres en nuestra literatura son como Mabel. Todas son Mabel. Las historias de sus variados nombres, de su heteronimia, no ha terminado.
Mujeres en segundo grado las encontramos en las obras del ciclo bíblico de la nueva narrativa en la década del sesenta. La Magdalena de Carlos Esteban Deive, por ejemplo. Ella se encuentra en el primer plano y toma el comando de los personajes. Magdalena es un mito y una santa a la vez. Buena y compasiva en todo, como dice Sabina. Tan dirigente y extraordinaria en la salve de Raquel Z. Pero las mujeres que parecen salidas de la realidad entran a la literatura como mujeres de primer grado. Pensemos en el sentimiento que crea el dramatismo y la empatía de la negrita de “Se me fue poniendo triste, Andrés”, de René del Risco Bermúdez.
En su cuentística, Marcio Veloz Maggiolo ha recreado escenarios donde la mujer aparece en primer plano. Más allá de “La mujer de Honorio López”, donde juegan el machismo, la broma y el poder, donde la violencia contra las mujeres deja ver la enfermedad que se confunde con el honor del macho, debemos centrarnos en “Odiseánica”. Margie hace el pedido insólito de que le devuelvan sus besos y exige que el retorno amoroso sea cosmopolita y heterotópico. Mientras que en “La fértil agonía del amor”, el nombre es Emilia. Hombre y mujer en una lucha por romper la otredad que el sexo y el género crean. Emilia algún día “mirará en mí su viejo retrato, y levantaré lentamente la falda para mostrar su tobillo, aquel que dio origen a mi inquietud, y será entonces cuando ella, tan tímida como yo, verá difuminarse de mi pie el lunar azul…” (80-81).
En “El gato” de Armando Almánzar Rodríguez, la mujer violentada también aparece en la acción de un drama que parece encontrar cierta concomitancia con “Curiosidad”, de Sanz Lajara. En este, el amor y el gato, y en el texto de Almánzar Rodríguez, el gato y la violencia. La fuerza es tan dramática y desconcertante como en “Infancia feliz”, que presenta no solo la acción del hombre contra la mujer, sino el circo social que se instala en torno al cadáver. Cecilia Morales se llamaba y era puertorriqueña. En este texto muere la mujer y nace el estereotipo.
En la narrativa de José Alcántara Almánzar, la mujer tiene una construcción mágica y social, psicológica y carnavalesca. Tendríamos que comenzar con la enigmática y maravillosa Claudette, de “La muchacha que conocí en Guadalupe” donde presenta a Laura: “La mirada de Laura era muy distinta a la de Claudette; en Laura, una pequeña luz delataba una chispa interior, un gozo de vivir y amar…” (17), de su libro “Viaje al otro mundo”, 1973.
La mujer toma el perfil maravilloso en “La insólita Irene” de “Callejón sin salida” (1975); Irene se ha liberado de la cotidianidad del matrimonio, de la vida chata. Irene se ha ido a buscar las mariposas. Ella fue mariposa: “La Marirene gigante me sonrió y empequeñeció y desapareció” con las otras mariposas que habían “celebrado el ingreso de mi mujer al orden lepidóptero” (100). El texto toca el realismo mágico o lo real-maravilloso. Este cuento es admirable; uno de los más hermosos de nuestro apalabramiento. El realismo psicológico domina en el cautivante cuento “La obsesión de Eva”, de “La carne estremecida” (1989). Entre situaciones cotidianas, ya con la ausencia de Eva, hay una comprensión de la realidad que Eva había expresado antes: la mancha, una mancha “como la vida misma” (55). En “Las máscaras de la seducción” (1983), teje José Alcántara Almánzar historias en las que actúan mujeres y hombres que se transmutan y transitan en el travestimiento y la pose genérica, como en “La reina y su secreto”, “Lulú o la metamorfosis”.
Laura es entonces el personaje que, en segundo grado, rompe con esa literatura de lo singular y establece un desorden del sentido hacia la propia heteronimia. La he pescado como mujer evasiva en un texto de Arturo Rodríguez Fernández, “Restos”, del libro “La búsqueda de los desencuentros” (1974). La mujer que subía sus largas piernas en las butacas del cine era Laura; una realidad y un miedo a la muerte… Laura y María Luisa, la nostalgia de Laura, las cajetillas de cigarrillos, el retorno a España; y finalmente, el entendimiento de la muerte y la deuda de ultratumba cumplida en París. Así renace Laura como Mabel o como Yelidá, un día cualquiera.
Pero antes de esta Laura, antes que Petrarca la creara como personaje literario, narratario de “Canciones”, y que José Diego le cantara en versos románticos, para Arturo Rodríguez Fernández Laura era Martha. Una prostituta. ¿Una actriz? ¿Un ser alado que no encuentra su propia denominación? Sospecho que la Martha del pelo rubio ondulado era Julia o podría darse distintos nombres y ocupar distintos lugares y espacios. Podría ser un invento o simplemente un recuerdo. Martha es amor, felicidad y vida. Martha era Teresa Mehor. Pero también pudo haberse llamado Sandra, Carmen o Emilia y haber muerto en Boca Chica… Una mujer es solo un nombre. Él la buscaba y juntos eran felices, pero ya muerta Martha, solo quedaba la nostalgia de aquello que fue o pudo haber sido y que jamás será. La literatura en segundo grado, El desorden de tu nombre renace también en la novela homónima de Juan José Millás, 1998 (Continuará).
 

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