El despertar de los inmigrantes

El despertar de los inmigrantes

POR WILFREDO LOZANO
En los Estados Unidos el recién pasado primero de mayo, cientos de miles de inmigrantes latinos no asistieron a sus trabajos y posteriormente se integraron a grandes movilizaciones que cubrieron todo el territorio de la Unión Americana. La movilización denominada “Un Día sin Inmigrantes” pretendía mostrar al mundo y en especial al Congreso Norteamericano, que los latinos que allí residen representan algo más que una masa de indocumentados, que por el contrario constituyen una fuerza laboral imprescindible para esa sociedad y representan por lo demás una fuerza política y social a la que el poder establecido tiene que considerar. De alguna manera el primero de mayo del 2006 marca la hora de los inmigrantes en los Estados Unidos del siglo XXI.

Lo que los inmigrantes demandan es aparentemente una simpleza: que la propuesta de ley migratoria que se discute en el Congreso norteamericano,  introducida por la bancada republicana,  no criminalice la indocumentación. Las organizaciones que defienden a los inmigrantes plantean por el contrario que se legisle a fin de regularizar y ordenar la existencia legal de miles de inmigrantes indocumentados de acuerdo a un canon que les permita estabilizar su situación migratoria en ese país en un marco razonable y justo, como corresponde a una sociedad democrática.

 Más allá de este hecho, la cadena de manifestaciones que ha movido a la comunidad latina en el rechazo a la propuesta republicana de criminalización de la indocumentación e irregularidad migratoria, expresa un acontecimiento de gran transcendencia política, que algunos han comparado al movimiento de los derechos civiles iniciado por Martin Luther King en los sesenta. Esto así por el hecho de que tal parece que las manifestaciones de masas de los inmigrantes ha despertado un gran movimiento social cuyas repercusiones en la política interna norteamericana son obvias: de permanecer con un cuerpo propio, la fuerza de masas de este movimiento lo convertiría en un poder electoral con gran autonomía,  pero imprescindible para el triunfo de cualquiera de los partidos tradicionales de ese país, demócratas sobre todo, pero también republicanos.

Por otro lado, la fuerza de este movimiento a escala federal brinda en el plano estatal un poder a la población latina que prácticamente podría decidir quien debe ocupar las gobernaciones de estados como el de California, Illinois y el propio New York. De repente los latinos emergen como un conglomerado que políticamente importa en ese país dominado por las inmigraciones blancas de Europa. De esta suerte, el movimiento de inmigrantes abre en los Estados Unidos un campo de enorme importancia para la afirmación de una ciudadanía democrática más tolerante y plural, respetuosa del papel de las minorías, como ya ocurre en el vecino país de Canadá. Finalmente, el poder que el movimiento de inmigrantes puede articular claramente obligaría a una relación distinta de los Estados Unidos con países como México, el Salvador y República Dominicana. De esta forma, estas minorías inmigrantes afirmarían un poder propio que más temprano que tarde obligará a los países de donde proceden los migrantes a definir una política exterior hacia los Estados Unidos muy distinta a su tradicional alejamiento de temas como el de la migración y el destino de sus nacionales. Pero esta nueva situación parece también estar obligando a los propios Estados Unidos a introducir en su agenda de relaciones exteriores en la región el tema migratorio como punto relevante. Eso ocurre ya en México, señalando posiblemente el camino que más temprano que tarde se recorrerá en el resto de la Cuenca del Caribe.

Y es aquí donde el movimiento por los derechos de los inmigrantes latinos en los Estados Unidos toca a la puerta de nuestra realidad social y política como nación caribeña. En ciudades como New York la diáspora dominicana se pone de acuerdo con la diáspora haitiana en el común propósito de afirmar y defender sus derechos migratorios. Mientras tanto los estados de donde proceden ambos grupos de inmigrantes no logran dejar de lado sus viejas y prejuiciadas percepciones recíprocas, a fin de proceder a encontrar un espacio común para la cooperación de cara a un mundo global.

En Haití, mientras el Estado se desentiende del deber que le compete de ordenar el control de sus fronteras y documentar a sus nacionales que migran a la vecina República Dominicana, aquí las autoridades hacen causa común con países como México y Guatemala en la justa defensa de sus nacionales ante las autoridades de Washington, y sin embargo, retardan hasta el infinito el necesario proceso de regularización migratoria que demanda la nueva ley dominicana de migración, desestimando una discusión racional y ordenada del instrumento que la pondría en vigencia plena: su reglamento. Pedimos así orden en la casa del vecino, sin ordenar la nuestra como corresponde.

Países como la República Dominicana constituyen hoy verdaderas comunidades transnacionales y por ello tienen una formidable oportunidad para contribuir a una inserción moderna de la nación en el nuevo orden global. Sin embargo, nuestros políticos leen los nuevos tiempos con las anteojeras del pasado, ignorando las nuevas realidades que como la celebración de “Un Día sin Inmigrantes” define en muchos sentidos la nueva coyuntura regional en que se ven envueltas las naciones de la Cuenca del Caribe, en particular la República Dominicana. Pocos políticos dominicanos han prestado atención a lo que está ocurriendo en los Estados Unidos, salvo honrosas excepciones como las de Hatuey Decamps y Milagros Ortiz Bosch.

La paradoja de esta compleja situación es que todo parece indicar que la hora de los inmigrantes latinos en los Estados Unidos abre una nueva coyuntura migratoria regional que debe conducir a tomar en serio el respeto a los derechos humanos de nuestros inmigrantes como condición de la defensa de esos mismos derechos de nuestros emigrados. Sólo así nos tomará en serio la comunidad internacional y sobre todo sólo de esta manera nuestra comunidad emigrante en los Estados Unidos reconocerá en el Estado Dominicano una fuente de apoyo y verdadero compromiso con la búsqueda de solución de sus problemas como emigrantes y no como hasta ahora ha sido, una fuente de recursos para campañas políticas de la gama de partidos dominicanos que actúan en los propios Estados Unidos. Los políticos dominicanos tendrán al fin y al cabo que acostumbrarse a que la política moderna, la propia del siglo XXI, se decide en un mundo global donde ciertamente la cuestión migratoria es un elemento constitutivo de esa nueva realidad.

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