El día que me cambió el color de la piel

El día que me cambió el color de la piel

Cuando voceaban ¡Negro! me daba vuelta y me cuadraba para pelear. Porque la cosa era conmigo, y porque se trataba de un insulto.

Cuando niño me hacían sentir que yo era negro pero, peor, un negro de porra, “negro de La Joya”, (único barrio de Santiago donde había negros). Casi siempre era mi hermana, mi mamá o alguien enojado conmigo.

Había un tío que, cuando estaba cariñoso, me consolaba diciéndome: “El pobre, nació negro”. De hecho, yo era el más oscuro de mi familia.

Yo me daba cuenta de que mi piel no era tan negra, y mi mamá y las tías más cariñosas me explicaban que yo era “indio claro”, y un niño bueno.

Mamá me peleaba mucho porque cogía sol en el “play”, en la cancha o durante horas en el río.  A veces reñíamos, ella tratando de aclararme la piel con cremas blanqueadoras.

Adolescente, ya tomando en serio el tener novias, me llevaba de mi madre no asoleándome innecesariamente al mediodía. Con el favor de las chicas, fui aceptando mi color. Luego llegué a creerme casi-blanco, especialmente cuando vivía en países donde el sol y los prejuicios no quemaban tanto. En Chile se formó un lío en una escuela a la que asistía un niño jamaiquino. Durante el recreo voceaban ¡Negro! ¡Negro! y el niño se quejó a sus padres. Llevaron los compañeritos a la Dirección para interrogarlos. Dijeron que lo llamaban así porque era negro, pero que no se enojaba. Hasta que trajeron el niño jamaiquino, y ellos dijeron que ese no era “el Negro”, su compañerito, que era algo menos blanco que el resto, y  la estrella del equipo, a quien  le voceaban para pasarle la pelota para que goleara. Pero mi color un día cambió de repente. Cuando conocí a Jesucristo. Aprendí de él que ninguna importancia tenía mi piel. Ni lo que la universidad y el mundo habían puesto en mi cabeza. Que lo fundamental y valioso estaba en el corazón.

Supe entonces que mi color era transparente. Y el de mis amigos y conocidos también. El de todo el mundo.

Ahora comprendo mejor a los que desprecian a otros por su condición o color. No conocen a Dios.

Tampoco necesito enojarme, ni cuadrarme a pelear cuando alguien negrea por ahí. Aunque sea una injusticia y una tontería que lo hagan.

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