El diccionario panhispánico de dudas (1 de 2)

El diccionario panhispánico de dudas (1 de 2)

DIÓGENES CÉSPEDES
Los redactores de este diccionario dudan menos que lo que afirman. La noción ideológica de instrumento aplicada al lenguaje o a la lengua no es ya solamente de la Telefónica, sino que corre por cuenta de ellos.

En la p. XII se define el diccionario y la palabra instrumento aparece dos veces. La teoría lingüística de los redactores es precientífica. Ni el lenguaje ni la lengua son un instrumento. El lenguaje es la facultad humana de simbolización por excelencia, tanto de lo subjetivo como de lo objetivo. Y la lengua, no se cansa uno de repetirlo, es, según Saussure, un sistema cuyas partes están interrelacionadas.

Pero existe gente que dice conocer a Saussure y un renglón más adelante lo desmiente. Como en el caso de la página XIII, último párrafo, donde se habla de la norma como consenso implítico. Este es el nuevo nombre de la convención, pero en la ideología neoliberal. No hay teoría lingüística metafísica que no afirme que la lengua es una convención. A esta teoría del lenguaje le es correlativa la del contrato social de Rousseau. Ambas son una ficción. ¿Quién puede aportar la prueba de que un día, en el origen del mundo, los seres humanos se juntaron y acordaron designar las cosas por su nombre y ahí mismo acordaron decirle a un tipo: gobiérnanos? Si hicieron una junta para lo primero, ya hablaban: si para lo último, ese mito antropológico es negador de la lucha por el poder como especificidad de la política.

En la p. XIV, primera línea, se reproduce un cliché de los manuales estructuralistas, con Martinet a la cabeza: la lengua es una institución humana. La lengua es un sistema, ya se dijo arriba, y contiene en sí misma a la historia y sus instituciones, no al revés. Lo ha probado Émile Benveniste en «Semiología de la lengua».

En la misma página, al referirse los redactores a la norma culta, dicen: «El español es idéntico en todos lugares en que se habla.» ¿No era menos dudoso decir «donde se habla»? Igualmente, la última frase del párrafo 2, tiene una sintaxis alemana. Le llamo así a las frases muy largas y que casi no se entienden por tener el verbo al final.

Digna de resaltarse es la nota 1 de la página que comento. En dicha nota se dice lo siguiente: «…los escritores, en su faceta de creadores, disfrutan de mayores márgenes de libertad en el manejo del idioma, y centrados en la búsqueda de una mayor expresividad, a menudo conculcan intencionalmente las convenciones lingüísticas de su tiempo.» ¿Y el inconsciente, está demás?

¿Ven cómo el solo hecho de pensar una pizca o mucho acerca del lenguaje implica una teoría de la literatura? Y así vale para el sujeto, para el Estado, para la historia y lo social, etc. Lo que se diga de uno cualquiera de estos conceptos, implica, por lógica, un pensamiento -y una práctica- acerca de los otros. La gravedad de la nota 1 al calce radica en que los redactores operan una división entre lenguaje ordinario y lenguaje poético o literario. Y sacralizan al escritor y al lenguaje poético, lo cual implica un envilecimiento del lenguaje ordinario y el sujeto común. Ambos aparecen devaluados a lo largo de la extensa introducción. Y aparece, por supuesto, una estética de la lengua, con el buen decir o decir correcto opuesto a las impropiedades léxicas y sus variantes sinónimas.

Pero lo que más molesta de la nota al calce es la ideología del escritor como violador de las convenciones lingüísticas de su tiempo. Meschonnic le hizo una crítica radical a Barthes por usar esta oposición entre lenguaje ordinario y lenguaje poético. (Ver «El lenguaje, el poder», revista CUADERNOS DE POÉTICA 6 (1985): 7-8, Santo Domingo.) Dominador de esta oposición, el escritor es «el amo de las anomalías semánticas» y él solo es un sujeto. Aceptar este predicamento teórico es copiar a Chomsky, en cuya metafísica lingüística «la libertad funda el lenguaje, puesto que el lenguaje es ‘el uso infinito de medios finitos.» La teoría política de los redactores es la del anarquismo libertario, aunque no lo citen por su nombre.

Asumir que el escritor tiene mayor margen de libertad que el sujeto común, es asumir por lógica la teoría del lenguaje de la gramática generativa según la cual «el lenguaje está en contra del poder». Al decir esto, no hay teoría del discurso. Y el escritor, sacralizado, es el único que está fuera del alcance del poder, violador impenitente e impune de las normas lingüísticas, las cuales implican las normas sociales. En esta perspectiva de los redactores del Diccionario, el escritor -según Meschonnic- «ha guardado para su beneficio la asociación del filósofo con el gobernante que estaba en Platón.» (p. 8)

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