El dictamen fue el silencio

El dictamen fue el silencio

CARMEN IMBERT BRUGAL
Cuánto papel gastado, cuántas convenciones y tratados rubricados para nada. Cuanta ley inservible. Cuanto discurso plañidero y solidario desperdiciado. Campañas de difusión masiva, costosísimas, buenas para el relumbrón y el cumplimiento de agendas. Les basta la mención de estadísticas, se conforman con el recuento de casos, como si fueran comentaristas, y no tuvieran el poder suficiente para investigar, perseguir y lograr la imposición de una sanción que castigue a los autores de la agresión sexual contra menores.

¿Qué se puede esperar de la representación del ministerio público si expone a niños y niñas al relato del abuso y después suspende el juicio? ¿Quién puede confiar en una estructura que hace repetir la confesión a un infante y es incapaz de mostrar el efecto positivo que conlleva su denuncia?.

Desolación frente al horror provoca la actitud de las autoridades que dictaminan silencio para evitar riesgos, jamás proporcionales al escarnio sufrido, con secuelas irreversibles para la persona.

Está establecido que una, de cuatro niñas y uno, de cada ocho niños será sexualmente agredido, antes de cumplir 16 años. En el 90% de los casos el abusador es un hombre conocido por la víctima. En el país, durante el año 2005, 1,600 menores fueron abusados, física y sexualmente, por adultos. Hasta marzo de este año, la Procuraduría General de la República ha “protegido” a 300 menores abusados.

El peligro está donde quiera. La casa, la escuela, la vecindad, son los lugares menos seguros. Algunas familias, algunos centros educativos, advierten. Intentan la prevención. En la mayoría de los casos, el poder del perpetrador es tan grande, su capacidad para extorsionar tan efectiva, que el niño o la niña callan, sin embargo, su conducta puede inducir a sospecha. La indagación inteligente de los mayores y la asistencia especializada permiten descubrir las causas de la irritabilidad, miedo, agresividad, inapetencia, insomnio, gestos inusuales.

Si las estadísticas revelan unas cifras preocupantes, intranquiliza ignorar las agresiones y violaciones sexuales incestuosas que nunca serán cuantificadas. Prevención y Denuncia son las consignas de las instituciones designadas para proteger a la infancia dominicana. La consigna se convierte en palabrería cuando la conveniencia, el prejuicio, la inseguridad e incompetencia, limitan la acción oficial.

Decenas de experiencias frustratorias son relatadas por las familias que se atreven a presentar las querellas correspondientes contra el agresor. La más reciente anuló la iniciativa de unos padres atribulados, hoy arrepentidos de haber utilizado las vías legales, para enmendar el daño sufrido por su hijo. El comportamiento del agredido, estudiante de un prestigioso colegio dominicano, era inquietante. Un día, la madre, tratando de encontrar alguna señal que explicara el atípico proceder, revisó sus cuadernos. En uno apareció la pista. Los dictados estaban inconclusos. Había en las páginas una pausa no compartida con los condiscípulos. El infractor, prevalido de su jerarquía, entraba al aula y lo reclamaba para satisfacer sus deseos seniles y proscritos.

El niño habló. Su declaración fue reto. Los adultos tenían que actuar después de la confesión. Lo hicieron. Entre titubeos agotaron los recursos. La víctima fue interrogada y reiteró, en distintas instancias, la versión. El procedimiento impecable. Realizados los exámenes y provista la asistencia sicológica prescrita se acercaba la hora de las decisiones – para la familia y la autoridad-. Una sentencia condenatoria contra el pedófilo sólo es posible luego de un proceso penal. Sorpresa! La recomendación, de la representante del Ministerio Público, fue el silencio. Las razones, indignantes.

Consideró la reputación del plantel, inexpugnable. Percibe como un valladar, para la aplicación de la ley, la estirpe que encomienda la educación de sus hijos a ese colegio.

Prefiere la continuación del acoso al inicio del proceso.

El rumor se esparció. Lo más deleznable ha sido comprobar, a través del cotilleo, que no es la primera vez, ni será la última, que ocurre algo similar. El preceptor es reincidente. Nadie había hablado. Ahora todos callan. Optaron por el estatus que asigna el título otorgado por el centro. Poco importa enseñar a sus vástagos la mentira y el encubrimiento. El temor. Menos aún interesa que acepten la agresión sexual como normal e irremediable.

El patio del colegio no será el mismo. Desde ahí se ve la ventana que ha marcado a los muchachos. Crecieron con el estigma del hecho y su silencio. Aprendieron a callar y a fingir. Como sus padres, sus maestros, como los representantes del Ministerio Público.

Detrás de la celosía medra el verdugo. Está la insignia del oprobio, del crimen, de la humillación… de nuestra hipocresía.

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