El dilema de la pena

El dilema de la pena

PEDRO GIL ITURBIDES
El ansia de ejecutar una acción vindicativa por mano propia está subyugando a los dominicanos. ¿Es ello bueno o malo? Sobre todo, ¿es conveniente o inconveniente a la paz social? Pero sobre todo, ¿es legítimo o ilegítimo? Este es el tremendo, torturante y gran dilema por el cual atraviesan amplios sectores de la población en nuestros días. Permítanme que personalice el relato con una experiencia vivida hace unas horas.

La semana anterior llegaba temprano de la mañana a las oficinas de la Máximo Gómez, de la Universidad Tecnológica de Santiago, cuando debí detener la marcha del vehículo. Obstruido el tránsito, supuse que había ocurrido un accidente, pues escuchaba unas sirenas que sonaban de manera persistente. Agentes de la Autoridad Metropolitana del Transporte (AMET), laboraban afanosos, tratando de abrir paso. Pero, conforme nuestras m s inveteradas costumbres, nos obstaculizábamos, rellenando los huecos abiertos por estos agentes.

Finalmente, se logró que, poco a poco, circuláramos y entonces llegamos casi juntos a la intersección, desde vías distintas, un vehículo policial y nosotros. No era, pues, una ambulancia. Pero como si lo fuera, porque cerca, estacionado, otro vehículo de la AMET resguardaba a dos personas, hombre y mujer, ya heridos. Jóvenes gritando enfurecidos, levantaban los brazos, en tanto uno que otro trataba de golpear a los retenidos. El vehículo policial se llevó a estos últimos, se despejó el rea, y pudimos avanzar sin nuevas interrupciones.

Como viese desde que nos acercábamos el molote de muchachos, entendí una necesidad iniciar una especie de indagatoria. De manera que localicé a aquellos que conocía. ¿Qué pasó? La primera respuesta fue una invectiva contra los agentes policiales. «La policía, como siempre, salvando ladrones». Y jadeante aún, uno de ellos contó su versión de los sucesos. Los ladrones robaron un teléfono de mano a uno de los estudiantes, que gritó y pidió que lo ayudasen a recuperar su aparato. Decir aquello mientras señalaba a los culpables y echar sobre éstos una verdadera horda, fue lo mismo.

Traté de razonar con él y con otros a quienes no había llamado, pero que decidieron sumarse a lo que juzgaron un proceso investigativo. Hablé del papel de la policía como auxiliar de la justicia. ¡Justicia! ¡Para qué fue eso! En fin, que en poco tiempo, mis argumentos se hicieron añicos ante las intempestivas reacciones de aquellos muchachos. Hay ladrones porque no hay castigo es el axioma que se sostiene. Y no se castiga porque la ley ha sido burlada por cuantos están llamados a obligar a su observación.

Comprendí que aquél no era instante para averiguar lo acontecido, y a sabiendas de que el lío nada tenía que ver con alguien de la institución, disolví el grupo. ¡Cada quién a su clase! Pero el asunto, sin embargo, no habría de concluir con esta exhortación. Más tarde conocí la que, al parecer, es la versión real de lo acontecido. Al que averigua, le cuentan, y este fue nuestro caso.

Laborábamos en las oficinas, cuando se acercó uno de los guardianes. ¿Sabe una cosa? No fue a ningún estudiante al que le robaron el celular. La pareja subía por la calle José Desiderio Valverde y vio abierta la puerta de una casa. Entraron y estaban cargando con varias cosas. Uno de los residentes los sorprendió y dejaron lo que se llevaban, aunque parece que sí, que se llevaban un celular. El que los sorprendió les cayó atrás gritando ¡ladrones, ladrones!, y señalándolos. Y como usted comprender , eso exacerbó a los muchachos. Mire, hasta de las aulas salieron a darle golpes a los dos, que trataron de confundirse entre los estudiantes. Se salvaron porque la gente de AMET que está siempre en la esquina, se los arrancó de las manos.

Cuando el relator se hubo ido, cavilé sobre los sucesos. Si preocupante era que le hubieran robado a un estudiante y que sus condiscípulos reaccionaran con el ardor con que lo hicieron, m s preocupante era que, no habiéndole robado a ninguno de ellos, reaccionasen, como lo hicieron, ante un llamado de terceros. No lo duden, amplios sectores de la sociedad no parece dispuesta a aguardar que la ley punitiva sea aplicada por los designados por la ley para ello. Porque la confianza en el desempeño de éstos quedó fragmentada.

Y lo peor es que, cuando se provocan estos llamados punitivos, nadie mide acciones ni consecuencias. Como pude advertirlo la semana anterior. 

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