El dilema de la responsabilidad global

<p>El dilema de la responsabilidad global</p>

La disposición de países a asumir los compromisos es un elemento importante para propiciar el cambio
ESCRIBE MARTIN WOLF
La economía del mundo es global; sus políticas son nacionales. Esto, en una nuez, es el dilema de la responsabilidad global.

De alguna manera, los que trazan las políticas tienen que darle seguridad a las actividades de los negocios privados cuando hacen transacciones entre las diferentes jurisdicciones. Tienen que tratar con lo que economistas llaman “los elementos externos entre fronteras”, entre los cuales las emisiones de gas invernadero y la amenaza de pandemias son los ejemplos más conocidos. Tienen que evitar que las políticas de los gobiernos actúen en los puntos en que se cruzan los propósitos, entre los cuales las políticas de tasa de cambio constituyen un buen ejemplo de actualidad.

¿Qué bien hacen? La respuesta es: no tanto como uno pudiera desear, pero mejor de lo que hubiera podido pensarse un siglo atrás.

El mundo ha heredado mucho de la burbuja de creatividad entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y 1960: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Acuerdo General sobre Tarifas y Comercio (ahora la Organización Mundial de Comercio), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico y la Comunidad Económica Europea (ahora la Unión Europea).

Algunas de estas instituciones -en particular, la OMC y la UE- han crecido enormemente en profundidad, además de en el número de miembros. Otros -el FMI y el Banco Mundial – también pueden indicar el gran avance realizado por muchos de sus clientes.

No obstante, hay un consenso de que se requieren renovaciones e innovaciones. Esto se ve en el debate de la UE sobre su constitución, en el estancamiento de la ronda Doha de negociaciones multilaterales de comercio, en los dificultosos esfuerzos del FMI por inyectar vida en las discusiones de los “desbalances globales” y en la insatisfacción sobre la incapacidad del mundo para tratar el problema del cambio climático.

Sin embargo, el fracaso tiene mucho más que ver con las políticas nacionales que con las instituciones internacionales. Los gobiernos y sus electores, que se resisten a adoptar nuevos compromisos sobre el comercio, las emisiones de gas invernadero o las políticas de tasa de cambio.

Contra todas estas fuerzas, las organizaciones internacionales son prácticamente impotentes. Todo el mundo está de acuerdo, en principio, de que la distribución existente de votos en el Banco Mundial y el FMI es inaceptable, excepto en la práctica, para aquellos llamados a aceptar un papel disminuído.

Para algunos, aunque no todos, estas dificultades tienen un nombre: el problema de la acción colectiva. Una multiplicidad de agentes no logrará aportar un bien público, debido a la tentación de cada uno de aprovecharse de los esfuerzos de otros.

He ahí por qué tenemos gobiernos con poderes coercitivos. En el nivel internacional, sin embargo, no existe gobierno, sino una cooperación más o menos voluntaria entre los gobiernos, y con esa cooperación con tendencia a ser más voluntaria, mientras más poderoso sea el gobierno.

Pero este no es el único obstáculo. Las diferencias en los valores políticos, intereses, estándares de vida y controles al medio ambiente, en conjunto, hacen más difícil alcanzar acuerdos voluntarios.

La mayoría de los países reconoce las ganancias para ellos mismos de las políticas liberales predecibles en el comercio y, por tanto, están dispuestos a asumir compromisos internacionales que son la fuente de la eficacia de la OMC. De igual manera, la historia le ha enseñado a los europeos que lo que los une es más importante de que a un precio tan alto, los ha dividido.

Sin embargo, pocos estados están dispuestos a aceptar los controles costosos y políticamente impopulares al consumo de combustibles fósiles. Tampoco la mayoría (aparte de en circunstancias excepcionales, como una unión monetaria) está preparado para dejar que sus políticas monetarias y de tasa de cambio estén sujetas a los dictados de un órgano internacional, excepto bajo circunstancias muy negativas.

Por lo tanto, en la práctica, ¿el mundo gana? En una serie de frentes simultáneamente, es la respuesta.

Se están haciendo esfuerzos por hacer más relevantes a las instituciones internacionales más representativas y eficaces. Aún así, lo más importante es la voluntad de los países a asumir compromisos. Esto resulta particularmente obvio en los casos del comercio global y el medio ambiente.

Sin embargo, si esto no se produce, la discusión política interna requiere un cambio. Un mejor entendimiento entre los gobiernos y los actores privados de lo que se está pensando y haciendo en el resto del mundo, puede ayudar a esos cambios.

Es por eso que los encuentros entre funcionarios y grupos no oficiales -líderes de compañías, por ejemplo- son útiles: el Foro Económico Mundial, cuya reunión anual será en Davos esta semana, aporta uno de los lugares más conocidos para esos intercambios.

Entre las reuniones de los órganos oficiales y los encuentros no oficiales están las agrupaciones restringidas a los gobiernos. El más conocido es el Grupo de los Ocho países de mayores ingresos: Canadá, Francia, Alemania, Japón, Italia, el Reino Unido y Estados Unidos, además de Rusia (aunque sin este último en lo relativo a los ministros de Finanzas).

La debilidad más evidente del G8 es la ausencia de representación de las potencias en ascenso. Para remediar esta deficiencia, el Grupo de los 20 se estableció en 1999, como consecuencia de la crisis financiera de 1997-98, que incorpora a las principales economías de mercados emergentes al G8.

El mosaico resultante de acuerdos internacionales, instituciones oficiales, agrupaciones informales y discusiones informales entre personas influyentes, es lo mejor que nuestro mundo de unos 200 países puede hacer ahora. ¿Es suficiente? No. ¿Mejorará en poco tiempo? Probablemente, no. ¿Es mejor que nada? Sí, por supuesto que sí.

VERSION IVAN PEREZ CARRION

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