Contaba mi padre que, a principios del siglo 20, un comerciante judío-inglés al llamaban Míster Loki (Lockheed, presumiblemente), cuyos almacenes estaban en las inmediaciones del río Ozama, poseía un barco al que denominaba “El Dominicano”, porque, según Loki explicaba, gastaba mucho más de lo que producía.
Esa opinión no es extraña para quienes conocen la historia de los empréstitos a comerciantes y gobiernos extranjeros durante los gobiernos de fin de siglo 19 y principios del 20, que culminaron con la intervención americana en 1916. Luego de los 30 años de Trujillo y los varios gobiernos del PRD y el PLD, parecía haber consenso respecto a la idea de hacer crecer la economía sin grandes endeudamientos, desterrando las emisiones de dineros inorgánicos, sin respaldo en las arcas del Estado, y se arribó a la idea de que cierto endeudamiento externo (e interno) podía, a la vez, generar crecimiento de la economía y a la vez dar estabilidad a la tasa de cambio, controlando la inflación de doble dígito, lo que evitaría situaciones de pánico, y secuelas de inestabilidad política. En el presente, el endeudamiento público externo parece no ser considerado un tema de seria preocupación de parte del sector oficial y allegados, aunque los hechos demuestren que el endeudamiento nunca ha sido saludable para nadie, excepto cuando se utiliza para la inversión reproductiva.
Mientras la globalización nos penetra con el consumismo, se profundizan las viejas prácticas del endeudamiento, la corrupción y otras perversidades del subdesarrollo. Desde temprana la Colonización, las élites dominantes y sus acólitos, acostumbraron a los criollos, al pueblo en general, a tener como referentes obligados y únicos los estilos de vida de la metrópoli. Nunca hubo manera de que elites y clase medias pudieran sentirse ser alguien sin consumir las cosas y vivir al estilo del mundo europeo y norteamericano.
Y cuando se tenían limitaciones presupuestarias, la tendencia era a endeudarse: Endeudarse para ser a “imagen de aquellos que realmente son”. Imitación, no de sus virtudes, sino los más superfluos estilos de vida burguesa.
Ocurre que actualmente todo el pueblo puede formar parte de ese mundo globalizado sin mucho esfuerzo ni moverse de su casa: Ahora ¡todos pertenecemos a la globalidad!, mediante tres indicadores: a) el consumo, b) la diversión y c), las redes de la comunicación por internet. ¡Oh maravilla!: la globalización viene a nosotros y nos iguala a países desarrollados. Ya no tenemos que esforzarnos en indicadores de productividad y competitividad; educación, institucionalidad, y democratísimo. No la estabilidad y la moral familiar, sino el derecho de los niños de elegir inclinaciones, parejas y juegos sexuales; nos convierten en expertos en derechos, mas no en deberes. Nos hacemos cada vez más expertos en supervivencia a crédito.
Afortunadamente ningún acreedor nos invadirá porque estando globalizados somos sus conciudadanos… !del mundo! Los dominicanos tenemos antecedentes funestos y, como el barco de Míster Loki, podríamos terminar en un “turbio fondeadero de naves moribundas” que consumieron, en sus propias calderas, hasta sus propios maderajes y andamios, sin poder siquiera salir a puerto.