POR MIGUEL D. MENA
Lo dominicano siempre se estará bordeando porque llegar a un centro, a un nervio, será cosa imposible. Una simple razón lo explica: no hay eje, no hay un punto a partir del cual hacer girar ese mundo, como quisiera el filósofo. Tampoco hay tierra prometida. No hay ese mundo dominicano como decir que todos se arropen con la misma sábana.
Ciertamente somos isla aunque mejor será decir, media isla. Nuestras realidades son tan múltiples como lo es nuestra historia, sus procesos, sus proyectos cumplidos o incumplidos o vaya usted a saber.
Somos primados en América. Somos caribeños. Nos globalizamos. Somos dominicanos ausentes. Somos del Norte, del Sur, del Este, léase, esa raya que puede arrancar por Montecristi y llegar a Kyoto o Sudáfrica. Existimos como el universo, pero en nuestro mundo particular el único sol es este acuerdo del imaginario al que le ponemos un nombre: media isla dominicana, algo histórico, social, físico, pero que no soporta a todo aquello que se asume como «dominicano».
Somos por el recuerdo que nos une, por la barca que nos acogió en algún cruce estival, por la música que se oyó o la coincidencia en algunos de los cines o librerías o bares esfumados el último cuarto del siglo XX.
Al asumir nuestro gentilicio la tendencia es a unificarlo todo bajo tres colores, cuando en verdad tenemos muchos, todo un arcoiris.
Difícil la empresa que es preguntarse por el ser. En verdad, pocos han sido los ensayistas que se han planteado semejante empresa. Tal vez tendríamos que considerar a José Ramón López, Américo Lugo, Moscoso Puello, Juan Bosch, Juan Isidro Jimenes Grullón, Joaquín Balaguer, Corpito Pérez Cabral, para sólo citar a los más clásicos. En todos ellos, sin embargo, la determinante geográfica, histórica y racial, fueron en general las vertientes determinantes. Ninguno llegó a cuestionarse sobre la cotidianidad del sujeto, su circulación y producción dentro de relaciones de dominación que no cayesen, indefectiblemente, dentro de la política. Esto lo pudieron pensar algunos creadores como Tulio Manuel Cestero, Héctor Incháustegui Cabral y Pedro Mir, para sólo citar, también a los más clásicos, pero no de una manera lo suficientemente amplia. Pienso en la recomendación de Cestero en «La Sangre», la de irse del país porque aquí no había futuro. Leo a Incháustegui y sus burros pueblerinos y la sensación de lo mejor se habrá quedado en el cristal del auto con el que se dejó el pueblo. Vuelvo al poema de Mir donde habla de gente asomándose a las vidrieras del Conde como si se estuviese frente a la imagen telescópica del mejor sueño tropical.
Pensemos un momento en lo sentidos del silencio en una sociedad decibélica, donde una de las normas es crearse, forjarse, establecer, dejar por sentado, desde un primer instante, un territorio, una propiedad, que será lo mismo que dejar en evidencia el miedo, la carencia, la inseguridad que se quiere compensar con la verborrea y el ruido, es decir, con lo mismo, el exceso.
Con el silencio pasa como con la variedad: nos confunde, rompe la certidumbre de la tierra única, del hablar único.
Se dice que quien no habla algo esconde. Quien no es como uno es entonces el contrario.
Las diferencias no tienden a enriquecernos, sino a balcanizarnos.
Recuerdo cuando niño, en el liceo Estados Unidos, donde decir «cibaeño» era como una ofensa y donde hablar de Los Mina era como pensar en extraterrestres.
Tomemos la poesía, la pintura y la música: el silencio en su miríada de versiones, el minimalismo, lo cotidiano en su soledad, es lo impensable. Nuestros modelos de pintores son aquellos que atiborran el lienzo. Los músicos son aquellos que nos confirman la música oída previamente. Los poetas y narradores cuentan la historia, remachan el desfile de héroes y tragedias sin encontrarle gracia al niño hambriento, a la parturienta que va de la Avenida México a la 27 porque otro camino no hay. Hay otros, verdaderos valientes, que para descubrir la soledad tienen que ir al metro newyorkino o asaltar algún cover de Tom Waits.
Pienso en la gymnopedias de Eric Satie, en el perro pintado por Goya y que podrás ver en el Prado, en los héroes cotidianos de Cortázar, y me pregunto, ¿será posible encontrar cronopios locales, locos tranquilos, creadores al margen del ruido de las celebraciones?
Pienso en lo que pudo haber sido el jazz dominicano y no fue: expresión de libertad, de comunidad, de sorpresa. No hemos tenido buen jazz porque comenzamos mal, arrancando con el jazz a lo Jobin y la Chica de Ipanena y los Hijos de Sanchez con Mangione y la música que sólo era música para el cocktail y la habladera, nunca la música como expresión de corazones libertarios, sino de barrica jarta y corazón contento. El jazz dominicano comenzó y murió en los hoteles y en sus restaurantes y piscinas. Todos lamentamos la desaparición de Tavito Vásquez, pero todavía no encuentro un disco de un saxofonista dominicano que convenza. Del resto no hablo: también el picoteo devora la creatividad.
Habría que poner de moda el silencio, asumir la higiene de las distancias, la sala sin bisquits, sin periódicos de ayer, las palabras necesarias y la enseñanza de las palabras que vuelan en el transporte público y que doblan por una guagua después de la Plaza de la Bandera, y quién sabrá si habrá bien pronto un buen cielo.
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