El echar vainas femenino

El echar vainas femenino

Estábamos reunidos un grupo de personas en la casa de una amiga de espíritu canero, quien ofrecía esta tertulia la noche del primer sábado de cada mes.

Pese a la proximidad de las casas vecinas, la atractiva anfitriona, treintañera y divorciada sin hijos, mantenía su equipo de música encendido y con  alto volumen desde el principio hasta el final de cada encuentro.

Entre los habituales de estas fiestas conversables, bebibles, y bailables, figuraba un joven matrimonio compuesto por una mujer hermosa y dicharachera, y un  hombre de elevada estatura y corto de palabra.

La anfitriona invitó a bailar al larguirucho, pero este declinó la petición con tono suave y amables palabras. La dama no se inmutó, y acudió a otro de los varones, quien aceptó de inmediato la invitación, demostrando que era un diestro bailarín, al igual que su desinhibida pareja.

Poco después la organizadora de las fiestas sabatinas se acercó al espigado caballero intentando acariciarle la cabeza, pero este rehuyó el contacto, con rapidez comparable a la de un boxeador frente a un contendor de recia pegada. La afectuosa y expresiva mujer enrojeció; para encubrir la vergüenza encaminó sus pasos hacia la bandeja de la picadera, tomando una lonja de jamón que saboreó con ostensible deleite.

Sorprendido por la inexplicable actitud de aquel hombre, me acerqué a él aprovechando que la esposa pidió permiso al ama de casa para ir al cuarto de baño.

-Imagino que su mujer es muy celosa, por la forma en que se ha comportado usted con nuestra común amiga- dije, convencido de que era ese el motivo de sus desaires.

-Nada menos cierto; pero me saca de quicio que mi amiga, en las ocasiones en que la he visitado de noche, y nos hemos tirado unos traguitos, me ha parado en seco cuantas veces le he propuesto que intercambiemos caricias.Sin embargo, cuando estoy con mi esposa, se empeña en darme mano muerta. Esa caraja no es más que una vainera.

-Pero siempre son gratos los coqueteos de una mujer, independientemente de las razones que tenga para ello – argumenté.

-No siempre. Hubiera preferido que le dijera a mi mujer que no concebía cómo pudo enamorarse de un hombre largo, flaco y feo, y que mientras tanto nos estrujáramos durante mis visitas sin acompañamiento.

Calló, y cambié de tema porque su cónyuge se acercaba con paso rápido.

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